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El prurito constitucional

Joaquín Fermandois.

El prurito constitucional

El error de algunos parlamentaristas es creer que basta con una inteligente ingeniería constitucional y produciría la Carta perfecta.

Entre los temas que se discuten en el proceso constituyente hay muchos que son fruto de la exaltación, el capricho y la arbitrariedad, en inflación desbocada de los sueños acerca de una Carta Magna que obre como vacuna que diluya todos los males y carencias. No menor es el intento, surgido desde el enfoque político-cultural de la “identidad”, por crear un sistema corporativo, de representación de grupos, sueño a veces de un conservadurismo tradicionalista; a veces, de tipo fascista. Los sistemas marxistas las ponían como fachada de la dictadura del comité central.

Hay un tema, sin embargo, que le pertenece a lo más propio de las constituciones de todo país democrático, que yace en la raíz más originaria de la política moderna: el dilema entre presidencialismo y parlamentarismo. La fuente europea, reproducida en el resto de los continentes —donde hay verdadera democracia, en pocos países—, asumió el parlamentarismo, caracterizado por la distinción entre jefe de gobierno, el auténtico gestor, y el jefe de Estado, de labor representacional, a veces puro hablar en bonito y en buenito. En su rostro más interesante, genuina creación de la modernidad, apareció la monarquía constitucional allí donde hay tradición y continuidad. En la jefatura de Estado, rey o reina (en el siglo XX y XXI, más las reinas) personifican una huella tenue pero concreta de legitimidad mágica de las instituciones, confiriéndoles arraigo, incluso teniendo en cuenta la precariedad de toda institución en la historia humana.

Existe un caso único, que se escapa un tanto del esquema binario presidencialismo-parlamentarismo: la Francia de la Quinta República fundada por Charles de Gaulle. En lo básico, esta sigue siendo parlamentaria, otorgando un rol político protagónico al jefe de Estado, el presidente. Después de 60 años, parece haber sido un golpe de genio político. En cambio, en las dos Américas se implantó desde sus orígenes el sistema presidencial. Ambas partes del nuevo continente contienen más diferencias que similitudes. Con todo, de estas últimas, la que más se menciona es que la figura del presidente constituye un sucedáneo, una transferencia del monarca paternal. Este rasgo enraíza profundamente en una cultura política y no sería fácil reemplazarlo por un parlamentarismo. Se va a argumentar profusamente que no se ha experimentado, y que por cierto el problema de las administraciones presidenciales sin mayoría parlamentaria paraliza a muchos gobiernos. Vemos lo sucedido en Chile. También en Perú, donde un semiparlamentarismo y la disolución de los partidos de cierta tradición han convertido en ingobernable al país, con seguidilla de presidentes, a pesar de un desarrollo económico de casi tres décadas que no ha estado nada de mal.

No es que el parlamentarismo en sí mismo sea un desastre; se trata de la historia republicana que no se deja rearmar artificialmente; dos siglos de experiencia no se anulan de un plumazo. Aunque apuntan a un problema serio del presidencialismo, el error de algunos parlamentaristas es creer que basta con una inteligente ingeniería constitucional, algo así como introducirle información a una computadora programada en temas constitucionales, y produciría la Carta perfecta. Esa actitud se desliza en la dirección de la utopía tecnocrática, receta para el fracaso. Podría resultar ese parlamentarismo incompleto en Chile (1891-1924) más un charquicán que una creación fecunda como sí lo logró De Gaulle.

¿Creen ustedes, lectores, que habrá por ahí un dirigente o un equipo señalado que pueda asumir una iniciativa de este último calibre?