El Mercurio, viernes 17 de febrero de 2006.
Opinión

Agarrando lentitud

David Gallagher.

Estoy sentado entre los ulmos y arrayanes del bosque. Sus flores son blancas, como el cono del volcán. Una yunta de bueyes baja hacia la orilla del lago. Baja lento, con las piedras para el murallón que construyen mis anfitriones; y yo voy agarrando el ritmo lento de las vacaciones.

El primer día estábamos todavía acelerados, y decidimos partir para Argentina. Un bife de chorizo en Villa la Angostura, dijimos; un bife y volvemos. Nos habíamos olvidado de la Avanzada de Pajaritos. En el taco para acceder al estacionamiento, llenamos obedientemente los formularios. Cinco copias de cada uno, en cinco colores.¿Qué harán con cada copia? ¿Qué color es destinado a qué funcionario? Las preguntas nos las hacemos todavía alegres, pensando en el bife. La alegría se esfuma cuando nos bajamos del auto.

La cola es inmensa. La Sarita y la Jackie se han quedado afuera conversando. Gonzalo y yo nos apostamos en la cola, pero nos preguntamos si vale la pena. Déjame estudiarla, ofrezco yo, y camino hacia la cabeza. Allí le pregunto a un señor cuánto tiempo lleva. Una hora, me contesta. Pero soy escéptico, porque sé que cuando alcanza su meta, la gente se vuelve optimista. Observo a las tres señoritas que atienden. Les calculo tres minutos para cada pasajero. En la cola hay unas 150 personas. Luego, la espera es de 150 minutos. ¡No vale la pena! Antes de decírselo a Gonzalo, me detengo en una lámina con fotos de pájaros: entre ellos un loro tricahue, un halcón peregrino, un cauquén de cabeza colorada y una garza cuca. Son pájaros que están a riesgo de extinción, pájaros que hay que cuidar, reza la lámina. Algo nuevo he aprendido en la Avanzada de Pajaritos, me digo. La increíble lentitud del puesto fronterizo me ha dado un lección: las vacaciones son para detenerse. Para fortalecerla, me pongo a leer “Slow Man”, “El hombre lento”, la última novela de J. M. Coetzee. Trata de un ciclista sesentón que es arrollado por un auto en Adelaida. Mientras vuela por el aire, alcanza a decirse “frívolo”, como si necesitara emitir un juicio sobre su vida. Pero despierta en una clínica. No ha muerto: sólo le amputarán una pierna.

Cuando ya vuelve a su casa, el amputado entiende que perder una pierna es una oportunidad para detenerse, para repensar su vida, para compensar la frivolidad con que vivió hasta entonces. Pero francamente no se siente a la altura. Quisiera tener su pierna de vuelta. Odia el dolor. Odia a las enfermeras que al bañarlo lo tratan como niño. Odia la lentitud de su vida nueva.

Lo entiendo, a pesar de estar disfrutando tanto la lentitud de febrero. Es que la inmovilidad de febrero es placentera porque la sabemos pasajera. Hipócritamente nos lamentamos de que se acaben las vacaciones. Pero es la promesa de que pronto podremos volver a nuestras vidas aceleradas y exigidas la que nos permite gozar del descanso. Sí, necesitamos detenernos; sí, necesitamos repensar nuestras vidas; pero sólo en el entendido de que en marzo volveremos a la normalidad, con el pleno uso de nuestras facultades.

Entre los ulmos y los arrayanes, reflexiono en las noticias que llegan de Santiago. Me llaman la atención dos cosas. La impúdica excitación con que algunos tratan de desacreditar al general Cheyre; y la campaña de desprestigio, montada con resabios racistas, contra los fármacos indios. La campaña, que va en desmedro de los enfermos más pobres del país, favorece a los laboratorios de Europa y Estados Unidos, donde paradójicamente los fármacos indios sí se venden.

Mientras unos se detienen, otros se mueven, pienso, y contemplo otra vez el volcán.