El Mercurio, viernes 5 de enero de 2007.
Opinión

Año nuevo con Borges y Bioy

David Gallagher.

Pasados los 60, uno se vuelve más atento al cambio de año. Atento por la gratitud de estar vivo todavía, de estar todavía «adelante en el futuro».

El año nuevo me encuentro en el campo, donde leo el profuso diario que Bioy Casares le dedicó a su amistad con Borges. Durante casi 40 años, comenzando en 1947, Bioy transcribió sus diálogos con él. Borges iba a comer a su casa casi todos los días. Hablaban largo de literatura, y a veces de política y de gente: de amigos y conocidos cuyos defectos desmenuzaban sin piedad.

El libro, recién publicado, es el testimonio de una insólita amistad literaria. Recuerda la de Boswell y el Dr. Johnson en el siglo XVIII. Borges y Bioy se refieren a ellos mucho. Borges opina que Johnson es superior a Shakespeare, a quien encuentra exagerado y ostentoso. En un viaje a Inglaterra les dice a los ingleses que Johnson es más inglés que Shakespeare, cuya apasionada retórica Borges atribuye a posibles rasgos celtas. Cuando comen juntos el 18 de mayo de 1960, Borges le pregunta a Bioy si Johnson sabría de la exhaustiva biografía que hacía Boswell de él. Si lo sabía, ¿habría querido corregirla? Borges concluye que no, que hacerlo no era de Johnson, «por haraganería, por generosidad de alma, por indiferencia». Bioy mientras tanto se pregunta en silencio si Borges sospecha del diario que él está escribiendo. Las palabras de Borges sobre Johnson son como un permiso para continuar con una labor secreta y traicionera.

Borges y Bioy pasan el año nuevo juntos. A menudo parecen ignorar la medianoche, sumidos en la escritura de algún cuento, o la lectura de algún libro. Pero hay veces en que el cambio de año sí es registrado. Para el año nuevo de 1961, van a la ventana hasta que sean las 12. «Esperamos algo que no sabemos bien en qué consiste», dice Borges, mirando para afuera. Bioy se queda pensativo. «Miro los árboles y los senderos de la plaza, la estatua de Alvear y pienso en la máquina del tiempo de Wells y en que todos somos unas máquinas de tiempo de vuelo de ave de corral». Borges, más optimista que Bioy, dice «qué raro que en tantos años como viví no hubiera un momento en que no haya estado más adelante en el futuro que ahora».

Diez años «más adelante en el futuro» comen, «tardísimo, un prodigioso pavo con puré de arvejas y de batata». Pero esta vez no miran por la ventana: dormitan, «versificando las brujas de Macbeth». El año siguiente, el 1 de enero de 1972, muere Maurice Chevalier. A Bioy le da pena, pero disimula un poco, porque Borges desprecia a Chevalier. El año nuevo de 1974, los dos amigos ya parecen más viejos. El cuerpo obedece a la voluntad en forma más errática. «Comemos y, a las once y media, en la penumbra del hall, Marta se duerme en su silla, después Silvina, mientras Borges perora. De pronto me pasa algo extraño, no sé dónde estoy. Despierto porque Silvina conduce a Borges al baño. La mucama llega llorosa, porque es año nuevo. Borges explica su lumbago. ‘Si me levanto me duele’. ‘No se levante’, le dice, cortés e incomprensivamente la mujer.» Lo probable es que «la mujer» sea María Kodama.

Pasados los 60, uno se vuelve más atento al cambio de año. Atento por la gratitud de estar vivo todavía, de estar todavía «adelante en el futuro». Atento por las ráfagas de nostalgia que llegan: tantas cosas vividas, y después llevadas por la «máquina del tiempo». Llevadas, pero no enteramente, porque el vasto consuelo de los viejos es gozar de un presente enriquecido por el pasado.

En Colchagua, en el campo, donde escribo estas líneas la mañana del 1 de enero, ha amanecido nublado, tras la ola de calor con que se despidió el 2006. Así tiene que ser, porque en 2007, sin duda, «esperamos algo», pero «no sabemos bien en qué consiste».