Hay que tener cuidado con las conclusiones que uno saque de la encuesta del CEP. Es una feroz señal de alerta para la Presidenta Bachelet, pero cabe acordarse que en su gobierno anterior también alcanzó una tasa de desaprobación superior a la de aprobación. Después se recuperó espectacularmente.
Su peor marca de entonces fue en la CEP de fines del 2007, con un 39 por ciento que la aprobaba, y un 42 por ciento que la desaprobaba. Son cifras casi idénticas a las de ahora. También en esa encuesta se dio la paradoja de que tuvo una buena nota en el ranking de «personajes políticos», disputándose el primer puesto con Ricardo Lagos Escobar, con un 51 por ciento de evaluación positiva. Hoy tiene un 50 por ciento, y sigue en el primer puesto, solo que ahora está empatada con Marco Enríquez-Ominami. La tasa de desaprobación de Bachelet en su primer mandato superó a la de aprobación una vez más, en junio del 2008, pero seis meses más tarde, se cruzaron las curvas, y en las tres mediciones de 2009, su aprobación se encaminó hacia la estratosfera, alcanzando el 67, el 72 y el 78 por ciento.
Cabe acordarse de lo anterior porque demuestra la prodigiosa capacidad de recuperación de la Presidenta. No tendría por qué no mostrarla una vez más, en especial porque esta vez el desplome de su popularidad ocurre mucho antes: la vez pasada se dio cuando su gobierno ya estaba casi a mitad de camino. Ahora tiene más tiempo para recuperarse. Y sigue con lo que puede ser una clave de su capacidad para remontar: una buena evaluación entre los «personajes políticos». Hay algo en ella que cae bien aun cuando se objete la forma en que gobierna. Por otro lado, está su comprobado pragmatismo. Lo exhibió en enero de 2008, cuando nombró a un ministro del Interior moderado, de personalidad independiente. No tendría por qué no exhibirlo de nuevo. Eso sí que tendría que tener un muy buen diagnóstico de qué es lo que está mal.
Somos muchos los que creemos que el problema no está tanto en los fines buscados por la Presidenta como en los medios escogidos para lograrlos. La CEP parece darnos la razón. La gente quiere mejor educación. También menos desigualdad, y que la educación la reduzca. Pero busca mejoras, no cambios estructurales de desenlace incierto. Los encuestados sienten que les va mucho mejor que a sus padres; y que a sus hijos les irá mucho mejor aun. No quieren que esa tendencia cambie. En cuanto a las reformas mismas del Gobierno, la CEP no se pronuncia, pero otras encuestas indican que hay mucho rechazo a ellas, tal vez porque simplemente desvirtúan sus propios fines.
¿Por qué tanta disonancia entre fines y medios? ¿Tanta brecha entre los buenos instintos de la Presidenta al llegar a Chile y las medidas escogidas para hacerlos realidad? Una explicación posible es que algo muy negativo ocurrió durante los cuatro años de oposición de la coalición gobernante. Cuando un gobierno de la Concertación sucedía a otro, había continuidad en sus cuadros profesionales. Al estar gobernando, estos tenían, además, un concepto claro de la realidad del país. En la oposición, esos cuadros se descompusieron. Cuando volvió la Presidenta, había poca idea de cómo traducir en políticas públicas los buenos deseos gestados en su ausencia, y las que había eran de inspiración más ideológica que práctica.
Una nota final: algunos personeros de la Nueva Mayoría han dicho que la CEP salió mal porque los efectos de las reformas no son inmediatos. Me permito la hipótesis contraria: sería mucho peor si lo fueran. La reforma educacional es todavía más una amenaza teórica que una realidad para los apoderados; para qué hablar de otras reformas estructurales anunciadas. Pero por eso mismo no es tarde para un golpe de timón.