El Mercurio, viernes 07 de diciembre de 2007.
Opinión

Brasil en Oxford

David Gallagher.

La próxima semana, Óscar Niemeyer, el arquitecto de Brasilia, cumple 100 años. El monumental evento me ha despertado memorias de unos gratos episodios que viví con él hace 30 y tantos años, cuando yo era profesor en Oxford y parte, allí, del Centro de Estudios Latinoamericanos de St. Antony’s College.

El centro siempre ha atraído a latinoamericanos que después se han vuelto importantes: en esa época estaba un Guido di Tella, un Fernando Enrique Cardoso, un Álvaro Uribe. Pero el más memorable de todos, para mí, fue Fernando Gasparian. Gran empresario, gran intelectual y gran demócrata brasileño, había salido al exilio cuando asumió la presidencia de Brasil el despiadado general Garrastazu Médici.

A pesar de su tristeza de exiliado, Gasparian trajo una inmensa ola de alegría a St. Antony’s, donde fue nombrado profesor visitante. Desde ya, era una persona rara en la academia: un colega con dinero, y muy generoso, incluso para un brasileño. Las fiestas de St. Antony’s adquirieron una vida hasta entonces inimaginable: en la brumosa y fría ciudad de Oxford cobraron, gracias a Fernando y a su mujer Dalva, nada menos que vida brasileña.

Un día, Gasparian me sugirió una idea genial. St. Antony’s había decidido construir un nuevo edificio, uno que combinara un centro residencial para los estudiantes con una biblioteca. La idea era que fuera diseñado por Niemeyer.

Gasparian y yo partimos en misión secreta a París, donde vivía el maestro, también en el exilio. Antes de desgastarnos tratando de convencer a nuestros colegas ingleses, queríamos tantear la idea con él. Niemeyer no sólo accedió, sino que, con la misma generosidad brasileña que irradiaba Gasparian, ofreció diseñar el edificio gratis, siempre y cuando fuera construido.

Si bien la idea de que un brasileño diseñara un edificio en Oxford no era obvia para todos mis colegas, Niemeyer fue contratado. Conquistó a muchos de los disidentes con su maqueta. Aprovechando al máximo un espacio muy chico, propuso para las piezas de los estudiantes un edificio rectangular que volaba en el aire sobre pilotes apenas visibles, y debajo, para la biblioteca, una construcción semienterrada, cuyas curvas irregulares le daban un aire como de riñón. Las ventanas de las piezas eran redondas. Miraban de reojo al cielo, porque la fachada estaba inclinada hacia atrás, para darles a las piezas un ambiente de mansarda. A su costado sur, el ojo de cada ventana era protegido por un párpado lateral de hormigón -un «brise-soleil» o quiebrasol que, más bien, serviría para atajar la lluvia ladeada que en Oxford trae el viento-. El único aspecto controvertido era la insistencia de Niemeyer en que la cama, el escritorio y las sillas de cada pieza fueran construidos en obra, en hormigón. A Niemeyer le aterraba que los alumnos escogieran sus propios muebles. Gozador toda su vida de la libertad curvilínea que le dio el hormigón, Niemeyer mostró que tenía también algo del tirano controlista que, tal vez, albergue en alguna parte de su corazón todo arquitecto.

El proyecto no se hizo debido a una crisis económica, y hubo que pagar los honorarios de Niemeyer. Se los merecía: su edificio habría cabido perfecto en esa notable muestra de 700 años de arquitectura occidental que es Oxford.

Gasparian murió el año pasado. Fue de las personas más íntegras que jamás conocí. Menos mal que, tras tanta lucha contra la dictadura, logró ver a su gran amigo Cardoso en la Presidencia. En cuanto a Niemeyer, a los 100 gloriosos años que está por cumplir, sigue trabajando como si nada, con proyectos en Brasil, España y Alemania.