El Mercurio, viernes 20 de febrero de 2004.
Opinión

Brechas y distancias

David Gallagher.

La traducción es traicionera no sólo por lo que se pierde, sino también por lo que se gana.

Las películas de Francis Ford Coppola son asertivas, apocalípticas, varoniles. Las dos que ha filmado hasta ahora su hija Sofia son dubitativas, sutiles, femeninas. Pero tienen una estampa individual clara, que se nota en su recién estrenada película, «Perdidos en Tokio».

La estructura narrativa preferida por ella es la de explorar las brechas que separan a las personas. En «Vírgenes suicidas» (2000), unos niños adolescentes tratan de descifrar a las enigmáticas hermanas Lisbon. Son un enigma porque son mujeres, porque sus severos padres las tienen encerradas, y porque los jóvenes las idealizan, nublando cualquier posibilidad de conocerlas bien. Son un enigma – y no es para menos- porque todas, las cinco, se suicidan. Además, los niños ya adultos tratan, 30 años más tarde, de entender qué pasó. Por tanto, se levanta un insondable enigma más: el del pasado, un pasado suburbano, oficialmente idílico, pero con demonios que luchan por aflorar. Para parafrasear a L. P. Hartley, el pasado explorado por Sofia Coppola en «Vírgenes suicidas» es tan extraño como un país extranjero.

En su última película, «Perdidos en Tokio», la extrañeza que indaga es, justamente, la de un país extranjero. Dos norteamericanos, varados en el Park Hyatt de Tokio, procuran descifrar la extrañeza del Japón. Bob es un olvidado actor sesentón. Charlotte es una joven recién casada que ya se aburrió de su ensimismado marido. Se conocen en el bar del hotel y desarrollan una sutil amistad que roza con la sensualidad, pero que nunca abandona la reticencia. Se van conociendo a tientas, sin nunca estar seguros de lo que siente el otro. La película, en inglés, se llama «Lost in Translation» (Perdido en traducción), porque trata de lo que se pierde, no sólo al traducir de un idioma a otro, sino en todo trato humano.

Los políticamente correctos han objetado que la película se ríe de los japoneses, convirtiéndolos en una suerte de hormiguero de «otredad». Es que la película trata, con deliberada exageración, de las intraducibles diferencias que persisten en el mundo, por globalizados que estemos. Aun cuando las autopistas, los neones, las tiendas y los hoteles parecen ser los mismos de una ciudad a otra, no lo son. Son los mismos en un plano, pero en otro, el de las resonancias más sutiles, hay un abismo que los separa. O creemos que lo hay. Uno de los aspectos fascinantes de la «traducción», en general, es que nunca estamos seguros de cuánto nos hace perder. Según el dicho, un traductor es un traidor, porque traiciona al original. Pero nunca sabemos cuánto. A veces, cabe incluso preguntarse en qué medida existe ese original que imaginamos. Tanto Bob como Charlotte son personajes vacuos. El «original» que pretenden comunicar u ocultar es muy frágil. Están «perdidos en Tokio» porque están perdidos en el mundo.

Bill Murray (Bob) y Scarlett Johansson (Charlotte) trabajan muy bien. Mucha palabra entre ellos que se pierde en traducción, porque son dos personas distintas, porque son hombre y mujer, y porque los separa una generación, es compensada por el sutil repertorio de ademanes con que ellos se expresan, a veces más allá de lo que quieren: la traducción es traicionera no sólo por lo que se pierde, sino también por lo que se gana. A veces transmitimos, con nuestras apenas controlables expresiones corporales, mucho más de lo que queremos. Entre autor, texto y lectura hay una secuencia de alteraciones que hace que la traducción sea no sólo fuente de pérdidas: es una caja de Pandora capaz de generar un número infinito de resonancias.