Las ideas más dignas de imitar, sobre todo para los países pobres, todavía provienen de Estados Unidos.
Bush le ha hecho daño a Estados Unidos y, por ende, al mundo. Demasiado pronto después del fin de la Guerra Fría, cuando Estados Unidos tenía la posibilidad de convertirse en verdadero orientador del mundo, Bush se lanzó a una aventura en Irak que le hizo perder toda credibilidad moral a su país, dejando un enorme vacío ético y, de paso, resucitando pasiones antiyanquis que, hasta entonces, parecían muertas. Tan sólida era la autoridad moral de Estados Unidos en su momento cúspide, que algunos apoyamos la invasión de Irak, creyendo que un Irak democrático iba a influir para bien en el Medio Oriente. Tendríamos que haber dudado de un plan tan constructivista. Pero era difícil imaginar que sería ejecutado con tanta incompetencia. Menos aún, que después sería posible un Abu Ghraib o un Guantánamo.
El descrédito moral en que ha caído Estados Unidos es preocupante, porque tiende a contaminar las buenas ideas que salen de ese país. Un Chávez se puede burlar de la economía de mercado, de la propiedad privada y del capitalismo, con sólo tildarlos de yanqui, sabiendo que, para muchos jóvenes, yanqui es sinónimo de inmoral, corrupto, mentiroso. Las consecuencias son pésimas, porque las ideas más dignas de imitar, sobre todo para los países pobres, todavía provienen de Estados Unidos.
Es en ese contexto que son tan bienvenidas las gigantescas donaciones hechas por Bill Gates y Warren Buffett. Al poner en el tapete la tradición filantrópica de Estados Unidos, Gates y Buffett han restituido algo de la fe perdida en ese país.
Según un reciente estudio de John Hopkins, individuos estadounidenses donan a causas caritativas una suma equivalente al 1,85 por ciento del PGB al año. En Gran Bretaña donan el 0,84; en Francia, el 0,32; en Japón, el 0,22, y en Alemania, el 0,13 por ciento. Las cifras desmienten la imagen de «salvaje» que le dan en Europa al «capitalismo anglosajón», creyendo que éste se nutre sólo del egoísmo y de la codicia, y que el europeo es más «humano». Incluso en Chile hay quienes quisieran un modelo económico más «europeo» y menos «anglosajón», por esa misma mítica razón.
Es cierto que en Estados Unidos y Gran Bretaña la filantropía goza de un estímulo que no existe en países con Código Napoleónico: la libertad para testar. En Estados Unidos también hay enormes incentivos tributarios. Pero la filantropía norteamericana tiene profundas raíces morales. Tiene raíces en el pensamiento de los primeros colonizadores, en su ética del trabajo, que siempre se conjugó con el llamado cristiano a ayudar al prójimo: primero trabajar duro para acumular riqueza, sin censura en cuanto a su cantidad, y de allí ayudar a los demás. También tiene raíces igualitarias: por eso el rechazo de Buffett a que se forjen grandes dinastías familiares. Claro que es vital que la decisión de no crear una dinastía sea libre. Si fuera impuesta por el Estado, no tendría contenido ético. El filántropo Andrew Carnegie escribió, en 1889, que «el hombre que muere con mucho dinero muere en desgracia». Pero a Carnegie nunca se le habría ocurrido que ese hombre no tuviera el derecho de optar por la desgracia. Donde no hay libertad, no hay ética.
Según Adam Smith, perseguimos nuestro interés propio en nuestras acciones económicas. Pero el interés propio puede ser más amplio que el de acumular riqueza monetaria. Puede incluir acumularla, justamente, para tener el placer, después, de regalarla. En ese caso, bienvenido el interés propio de Buffett y Gates, llevado por una mano invisible a recordarnos que su país tiene, después de todo, virtudes profundas.