Generalmente sé, el domingo anterior, de qué voy a escribir para mi columna del viernes. Poco a poco durante el fin de semana va naciendo la idea, a la luz de lo que ha ocurrido en el país o en el mundo, o en la vida propia: algún viaje, alguna lectura, alguna experiencia. Pero el fin de semana pasado no se me ocurrió nada, y al sentarme a escribir hoy jueves (el tiempo apremia y no me queda otra), sigo sin inspiración. Es que son tantos los temas con que ya nos sentimos saturados. ¿Otra columna sobre la vulnerabilidad de las instituciones? ¿Otra sobre el peligro de que en Chile nos invada la corrupción? ¿Otra sobre las falencias de las élites? ¿Otra sobre la brecha entre las buenas intenciones del Gobierno y su dificultad en trasladarlas a políticas públicas eficaces? ¿Otra sobre el desplome de la confianza, la falta de liderazgo, la incertidumbre, la angustiosa sensación de no saber adónde va el país? Mejor dejar que estos temas decanten un poco, para revisitarlos después, con más perspectiva. ¿La catástrofe de Atacama entonces? Al no haberla vivido, no me siento con autoridad moral para hacer más que expresar mi consternación por lo que tienen que padecer, todavía, tantos compatriotas.
Por otro lado esta columna cae un Viernes Santo. Un día para salir de las pequeñeces diarias y recordar lo que es un hito tan importante para casi un tercio de la humanidad. Por un rato pensé escribir sobre los pasajes que más me llegan en los evangelios, pero después del tratamiento soviético propinado al Padre Costadoat, no me atrevo, por temor a incurrir en herejías. Baste decir -y ya lo han dicho muchos- que el pasaje más relevante para el Chile de hoy, el Chile en que la gente es juzgada en público, haya o no cometido alguna falta o delito, es aquel en que Jesucristo desafía a los escribas y fariseos a que le lancen piedras a la mujer adúltera, si es que están sin pecado.
En un Viernes Santo, a solo dos días de la Resurrección, nos podemos al menos permitir algún atisbo de optimismo. Se dice hasta el cansancio que el desprestigio de la política nos puede conducir al populismo, y es verdad. Ocurrió en Venezuela, cuando los políticos tradicionales se desprestigiaron porque ya no podían entregar los beneficios a los que la población estaba acostumbrada. No podían debido a una catastrófica baja en el precio del petróleo que duró unos 15 años, y que redujo drásticamente los ingresos fiscales. Fue entonces que asumió Chávez, con su populismo extremo, y notoriamente, el petróleo lo asistió a él. Empezó de inmediato una larga y sostenida subida.
Felizmente un golpe del destino de esa índole, en que los astros parecen favorecer al populismo, no se da con tanta frecuencia, y es poco probable que en Chile desemboquemos en algún tipo de chavismo, entre otras cosas porque ese modelo se está derrumbando. Ojalá nos baste con el populismo light al que ya estamos acostumbrados, y que se profundizó cuando en 2013, la Nueva Mayoría optó por fundar su legitimidad en la imagen personal -por definición frágil y vulnerable- de una sola mujer.
El desprestigio de la política no solo conduce al populismo. A veces convoca a los mejores estadistas de un país. Pasó en Gran Bretaña en 1940, cuando los políticos tradicionales, incapaces de evitar una guerra a pesar de su débil pacifismo, y sin la energía o la legitimidad para después librarla, tuvieron que convocar a un gran veterano. Fue la hora de Churchill. Pasó en Alemania en 1949, cuando otro veterano, Konrad Adenauer, asumió como Canciller, y en Francia en 1958, cuando De Gaulle tuvo que volver de su largo retiro. En Chile también tenemos líderes potentes detrás de las bambalinas; estadistas capaces de relevar a quienes nos tienen a la deriva.