El Mercurio, 25 de julio de 2015
Opinión

Calle y gobierno

David Gallagher.

Ya es un lugar común decir que ha habido un cambio profundo en el mundo, por lo fácil que es conectarse en línea, y de allí organizarse para salir a protestar. No hay duda de que la red ha bajado el costo de convocar a una protesta, y subido el de reprimirla. Pero no hay que exagerar. No es tan claro que haya ahora más protestas que antes. Dudo que en Francia se hayan superado alguna vez las magnas manifestaciones estudiantiles de mayo 1968, y en Chile, las de 2011 no creo que excedan las de hace medio siglo, cuando hasta los candidatos presidenciales llenaban la Alameda.

Los actos callejeros no solo no son ni más grandes ni tan distintos a los de antes. Como antes, expresan emociones pasajeras y cambiantes. Un ejemplo notorio es el de la Plaza Tahrir en El Cairo. Allí las multitudes exigieron y lograron la caída de Mubarak. Después celebraron el triunfo de Morsi. Después exigieron su renuncia. Después celebraron el triunfo del general Sissi.

Las protestas no solo son efímeras e inconstantes: son de dudosa representatividad, por el hecho obvio de que la mayoría de la gente -la mayoría silenciosa- no sale a protestar. Los que sí se molestan en hacerlo tienden a estar motivados por fuertes pasiones coyunturales, más aún ahora que el internet, a diferencia de medios más antiguos, es capaz, sin necesidad de economías de escala, de convocar a grupos de interés de tamaño ínfimo. Finalmente, las protestas tienen otra característica esencial: los que acuden a ellas suelen volverse insaciables en sus demandas cuando el gobierno se apresura en acatarlas, porque la sensación de triunfo los tienta, por instinto, a querer probar los límites. Es así que en Chile protestas para extender el pase escolar terminaron exigiendo la nacionalización del cobre. Desde luego un sobregiro de este tipo termina creando anticuerpos, por lo que las protestas se vuelven impopulares: en una encuesta del CEP de hace un año, la aprobación del movimiento estudiantil había bajado a un exiguo 23 por ciento.

Por todo esto, los buenos gobiernos son aquellos que, sin ignorarlas, no se dejan amedrentar por las protestas, y no permiten que estas los desvíen de su tarea indelegable, que es la de gobernar por el bien de todos. Eso significa diseñar políticas públicas que se hagan cargo de las infinitas complejidades que componen una sociedad moderna real. Porque las políticas públicas por definición no pueden emanar de las consignas simplistas de la calle.

Es por eso curioso que la Nueva Mayoría, desde el primer día, se hubiera puesto a gobernar en función de consignas de la calle que ni siquiera eran recientes: ¡eran del 2011! De allí esa ráfaga de medidas improvisadas y poco coherentes que vimos. Como respondían a las demandas de una calle que creían todavía mayoritaria, deben haber pensado que iban a ser acogidas con alegría. Ha pasado todo lo contrario. Las medidas se han ido topando con resistencia en la misma sociedad civil y en los mismos medios sociales que fueron originalmente su inspiración. ¿Qué cambió? No necesariamente la «ciudadanía», esa abstracción misteriosa que tanto se invoca, sino aquella parte de ella que en un momento dado se siente impelida a manifestarse. La ciudadanía real, en un país pluralista y democrático, tiene tantas voces como hay ciudadanos o grupos de ellos.

Felizmente, el Gobierno parece haberse dado cuenta de eso. Todo indica que la agotadora ola de improvisación con que partió está menguando, por lo menos en materias económicas. Pero no en educación. Allí el Gobierno sigue tratando de diseñar políticas públicas que satisfagan los intereses de la calle de antaño, lo que explica la batería de medidas confusas y contradictorias que va improvisando.