El Mercurio, 30/1/2009
Opinión

Chéjov en Santiago

David Gallagher.

Los cuentos de Anton Chéjov (1860-1904) se debaten entre la tragedia, la comedia y la farsa.

Generalmente, los protagonistas vegetan en pueblos rusos provincianos, atrasados, monótonos. Muchas veces son familias venidas a menos, familias dedicadas por hábito ancestral al ocio, a pesar de que sus rentas ya no alcanzan.

Hay voces disonantes. El afuerino, con frecuencia un médico como Chéjov, que llega con ganas de reformar a la gente, sacarla de su sopor. El capitán apostado en el pueblo, que viene nada menos que de Moscú, y que, con su discurso heroico, enciende el corazón de alguna mujer: pero ella ya está casada con un funcionario pedante, y como ocurre casi siempre en Chéjov, el amor que brota entre ellos fracasa. El filósofo que busca inspirar a la gente con sus arrebatos metafísicos, y que por instantes lo logra, hasta que alguien rompe el hechizo con una banalidad. La mujer ambiciosa, que ya no tolera la pedantería de su marido y se va: en Chéjov, como en Ibsen, hay interesantes comienzos de feminismo.

Estos ambientes de los cuentos se ven también en las obras de teatro de Chéjov. Por ejemplo en «Las tres hermanas» (1901) que, dirigida por Víctor Carrasco, se dio este mes en el Teatro Mori, durante ese magnífico festival que fue Santiago a Mil.

Condenadas a vivir en un pueblo lejano y aburrido, las hermanas sueñan que algún día irán a Moscú. Pero los espectadores pronto intuyen que se quedarán donde están, que serán más bien los demás los que se irán.

En el teatro de Chéjov hay siempre desgarradoras partidas: abrazos llorosos, promesas poco convincentes de verse de nuevo, el sonido de puertas que se cierran y ruedas que se alejan. Así ocurre cuando Olga, Masha e Irina finalmente quedan solas en su casa.

Una de las particularidades de las piezas de Chéjov es que en ellas casi no hay argumento. Más bien conversaciones inconducentes, interrumpidas por incómodos silencios. Las obras son un regalo para los actores, que tienen la oportunidad de exhibir toda la gama de emociones humanas, sin la distracción de mucho texto. De allí que coincidieran tan perfectamente con las ideas naturalistas de actuación que tenía Konstantin Stanislavski (1863-1938), el influyente director de teatro que las representaba para Chéjov en Moscú. Ideas según las cuales el actor tiene que realmente convertirse en el personaje, sumirse y perderse en él. Ideas que después inspirarían al method school de Nueva York.

En el Mori, los actores no se dieron el permiso o el tiempo para actuar. Más bien declamaron, como si estuvieran en un anfiteatro griego. Tal vez fue a propósito. Tal vez Carrasco quiso proponer a los protagonistas como seres simbólicos entrampados en una trama metafísica, por lo que no son de carne y hueso. Por algo los envuelve, junto a los espectadores, en una espesa neblina, además de introducirlos con una música que parece de ultratumba. Felizmente hubo una excepción: Irina y el Barón, ambos actuando como personas reales, a la altura de la combinación de ilusión y desesperanza que los une y los separa.

En el mismo teatro Mori, daban después «Diciembre», la nueva obra de Guillermo Calderón, el autor, también, de «Neva», una obra chejoviana que tuvo un rotundo éxito cuando se dio. «Diciembre», como las obras de Chéjov, transita, con sutileza y finura, por la delgada línea que separa la carcajada del llanto. Para representarla, los actores no pueden no encarnar a individuos de carne y hueso, con todo lo que como tales tienen de dulce y agraz, de tragedia, de comedia y de farsa. Es lo que en «Diciembre» hacen con memorable maestría.