En mi columna pasada sugerí que la derecha tiene una gran oportunidad para construir un relato que una a los chilenos frente a una Nueva Mayoría que gobierna para selectos grupos corporativos. Un amigo me objetó que ese relato podría ser también el de un Lagos o un Andrés Velasco. Tiene razón. En realidad fue también el de la DC de Aylwin y Frei Ruiz-Tagle. Con emoción recordamos a Aylwin cuando se sobrepone a las pifias y dice «civiles y militares, Chile es uno solo». Pero voy a seguir haciéndole sugerencias a la derecha, porque es un desastre cuando en un país hay una oposición tan destartalada como la nuestra.
En Gran Bretaña, Benjamin Disraeli se instaló como primer ministro conservador, en 1868, con la promesa de ejercer un «conservadurismo de una sola nación». Eso significaba gobernar para todos, y no para intereses creados; y como corolario, levantar a los más desafortunados. Este conservadurismo universal es también el del Primer Ministro actual, David Cameron. Frente a un partido laborista que -como en Chile la Nueva Mayoría- peregrina hacia un pasado sesentero, eso no solo significa ser el sector que gobierna para todos los ciudadanos, en toda su diversidad, confiando en ellos y sin dictarles cátedras, sino también ser el que menos se cierra a los cambios, sin por eso menospreciar la tradición.
Apertura a los cambios desde la tradición: es la receta de un conservadurismo liberal que me parece especialmente atingente en el mundo cambiante en que vivimos en Chile. Cerrarnos a los cambios es como tapar el sol con el dedo. Pero para acogerlos necesitamos una estructura sólida capaz de asimilarlos. Es lo que sostiene Hayek en su ensayo «Por qué no soy un conservador». Allí él se opone a aquellos conservadores que protegen los intereses de grupos inmerecidamente encumbrados. Porque para él, el statu quo tiene que ser siempre desafiado por las fuerzas creativas de la sociedad. Pero abrir las ventanas a la creación y al cambio no implica demoler la casa, o prescindir de la sabiduría de las generaciones pasadas. Para Hayek, las sociedades avanzan en un continuo, en que lo nuevo modifica lo antiguo, sin destruirlo. Por eso él se opone a los «constructivistas» que desde una supuesta racionalidad, pretenden gobernar de fojas cero. Por eso defiende las tradiciones, argumentando que hay que cambiarlas solo cuando son nocivas, y no si son meramente obsoletas, porque aun las más obsoletas son parte de nuestro patrimonio. Nos brindan las formas, el lenguaje compartido que nos dan estabilidad, permitiendo que nos sintamos parte de una sola nación. Respetarlas es algo que nos debemos no solo a nosotros mismos, sino también a las generaciones futuras. Porque no tenemos el derecho de despojarles el patrimonio que hemos heredado por darnos el frívolo gustito de reinventar el país.
Digo lo anterior en el contexto de un gobierno inusualmente constructivista que nos quiere imponer una nueva Constitución. Está bien: la de Pinochet fue impuesta en un plebiscito armado. Absurdo que la derecha la defienda a rajatabla, en vez de rescatar solo sus puntos buenos. Pero todo indica que la Nueva Mayoría quiere también imponernos una Constitución a su pinta, por mucho que la adorne con teatro asambleísta.
¿Qué hacer entonces? Consultar la sabiduría de nuestros antepasados, siendo que tenemos una de las tradiciones democráticas más sólidas del mundo. Como lo han sugerido Arturo Fontaine, Juan Luis Ossa y otros, volvamos -con mejoras- a la Constitución de 1925, tomando en cuenta también la firmada por Lagos en 2005, para que en compañía de nuestros ancestros y trabajando para nuestros nietos y bisnietos, hagamos que Chile sea, de verdad, uno solo.