Es sorprendente la espalda que desde el Estado se le está dando a la libertad entendida como autonomía y responsabilidad individual. Abundan los ejemplos: largo posnatal con pocas posibilidades de elección para las mujeres; el rechazo, una vez más, a toda forma de aborto; tolerancia cero para el alcohol en los que manejan, y la posibilidad de que los fumadores no puedan entregarse a su vicio ni siquiera en una plaza.
Sería lamentable que algunos justos reclamos por igualdad y la correcta indignación frente a determinados abusos desembocaran en un camino de bajada hacia la progresiva irrelevancia política de la autonomía individual. El proyecto de ley antidiscriminación va a ser un buen test. Tiene la nada fácil tarea de corregir algunos actos que constituyen distinciones arbitrarias, pero sin afectar innecesariamente libertades individuales, como la de expresión.
El ambiente, sin embargo, parece no ser el más adecuado para esa tarea que exige sutileza y atención a los matices. Mucha legislación del último tiempo distingue poco y matiza nada. Así, por ejemplo, la de alcoholes, que resultó ciega a la experiencia propia y colectiva, en el sentido de que el grueso de la población puede manejar competentemente habiendo tomado más de una copa. Por supuesto, esto envuelve un riesgo, pero es un riesgo que vale la pena correr colectivamente, en aras de la autonomía y de la responsabilidad individual. Como todo riesgo, hay que tratar de reducirlo lo que sea razonable, pero a través de una fiscalización inteligente donde está el peligro real y no, como se ha hecho, mediante una pareja y tosca prohibición.
Irrita que esto esté pasando más ahora, bajo un gobierno de derecha. La derecha es un punto de vista político que surgió históricamente como valoración de la autonomía y responsabilidad individual. Pero no todo es culpa del Gobierno: con pocas excepciones, representantes de las distintas fuerzas políticas han votado como si los complejos problemas morales aceptaran una lógica de claroscuro: se permite o se prohíbe, y prohíben. ¿Qué estará pasando? Como si un progresismo puritano contagiara al sistema político, un paternalismo flojo, o la idea, tan absurda como moralmente peligrosa, de que la sociedad es una familia en la que los ciudadanos deben relacionarse como si fueran padres, hijos o hermanos.
Así, en la reciente negativa a cualquier forma de aborto no hay virtud política alguna. Al contrario, nos pone a usted y a mí, como ciudadanos y contribuyentes, en la situación moralmente infernal de decirle a una mujer violada o con un embarazo inviable que si aborta, se va a la cárcel. Yo no quiero tener este poder.
Quizás la única manera de querer semejante poder es considerando a las mujeres como meras portadoras, como verdaderos «carriers». Así lo dijo Jaime Guzmán al redactarse la Constitución vigente y lo insinuó hace poco una senadora. Guzmán dijo que las mujeres debían por «heroísmo» o «martirio» soportar los embarazos inviables o producto de una violación. ¿Se siente usted, como Guzmán y la senadora, moralmente cómodo en un Estado que exige heroísmo y martirio a las mujeres? ¿Le parece correcto que la ley imponga martirios?
La mayoría de los redactores de la Constitución contestaron que no y no siguieron a Guzmán. Siguieron, en cambio, la tradición y así lo dejaron en acta: «… se desea dejar una cierta elasticidad para que el legislador, en determinados casos, como, por ejemplo, el aborto terapéutico, no considere constitutivo de delito el hecho del aborto… Una condenación absoluta en el texto constitucional habría necesariamente comprendido los casos de aborto terapéutico y otros en que la concepción puede haber sido la consecuencia de acciones violentas no consentidas».
Esto fue dicho en 1974, bajo circunstancias políticas infinitamente más refractarias a la autonomía y responsabilidad individual que las actuales. Y, sin embargo, hubo en este punto un razonamiento prudente y matizado que hoy parece sorprendentemente escaso, ensombrecido por una lógica de claroscuro moral. Y, para colmo, prohibicionista.