Un error común en el debate técnico ha sido analizar las políticas públicas, en especial cuando tienen un foco microeconómico, exclusivamente en función de su efecto una vez que están por completo operativas.
La academia tiende a enfocarse en el largo plazo, la política pública se inclina por lo inmediato. Porque si bien una reforma puede generar evidente progreso una vez que ha sido totalmente implementada, sus beneficios tardan en llegar. De hecho, muchas veces el impacto positivo solo se observa una vez que el gobierno que la impulsó fue superado por la alternancia democrática. Pero la transición, que sí vive el que inicia la reforma, puede ser muy costosa. Así, muchos cambios, obviamente necesarios desde lo público, nunca ocurren. Y en países institucionalmente débiles pueden ser incluso reemplazados por populismo.
Hay dos razones principales por las que la necesaria transición entre la implementación de una buena política y sus beneficios está acompañada de elevados costos. Primero, porque las reformas exigen transformaciones productivas, y estas asustan. La apertura comercial, impulsada por la globalización, representa un ejemplo paradigmático. Los países que se integran al comercio mundial inequívocamente acaban experimentando mejoras significativas en su ingreso, con lo cual reducen de manera dramática su pobreza económica. Un caso reciente es China, otro más cercano es Chile. Sin embargo, cada cierto tiempo surgen discursos y acciones proteccionistas, como las impulsadas durante estos días por el gobierno de Estados Unidos. Ocurre que, mientras los países se benefician mutuamente mediante el intercambio, las empresas deben competir unas contra otras. Así, la oposición de muchos es natural: las transformaciones productivas exigen cambios y estos conllevan riesgo.
De paso, durante el proceso de integración, muchas empresas incapaces de adaptarse a los nuevos tiempos, y personas sin los conocimientos para aprovechar las potenciales ventajas, deben transformarse o fracasar. Esta transición, además, es más dura en países no avanzados, con redes sociales débiles y mercados financieros poco profundos.
Un segundo grupo de opositores a las reformas está compuesto por quienes se benefician directamente con el proteccionismo y la falta de mercado. Estos grupos de interés intentan capturar la política pública para su propia ventaja, en desmedro del interés general. Los ejemplos abundan: profesores municipales disculpados de rendir examen, agricultores que viven de las bandas de precios, funcionarios públicos inmovilizados, notarios y conservadores que reinan como si tuvieran sangre azul y transportistas de tierra y mar que se entierran y hunden en la ineficiencia. Todos ellos corroen la capacidad productiva de la economía, lo que explica parte sustancial de nuestro bajo ingreso. En cada caso, la ley -o la historia- parece haber generado un derecho adquirido.
Con todo, tanto cuando un sector no está preparado para adaptarse, así como cuando a un grupo no le conviene hacerlo, el efecto es el mismo: resistencia a políticas que, para el país como un todo, y en régimen, permitirían mejorar significativamente la eficiencia agregada, lo que aumentaría nuestra capacidad de crecer sostenidamente más.
Un error común en el debate técnico ha sido analizar las políticas públicas, en especial cuando tienen un foco microeconómico, exclusivamente en función de su efecto una vez que están por completo operativas. Las personas, sin embargo, vivimos en el presente, no en el largo plazo. Apoyar de manera decisiva a los consumidores y productores que sufren durante las transiciones que acompañan a las reformas, especialmente cuando los costos que enfrentan se exacerban por la falta de apoyo desde la política social o por fallas de mercado que limitan el acceso al crédito; y también estar dispuestos a pagar a los grupos de interés que impiden cambiar en pos de formas productivas superiores, siempre y cuando este pago garantice que las reformas necesarias se implementarán, permitiría comprar el desarrollo. Estas transferencias, aunque sea políticamente incorrecto señalarlo, constituirían, en la práctica, la política correcta.