“¿Viste esto?”, me pregunta, en un correo, Francisco José Folch. Abro el adjunto, y me encuentro con una noticia de Reuters. “Murió destacada soprano alemana Hildegard Behrens”. Murió de repente en Tokio, a los 72 años.
Folch sabía que la noticia me iba a conmover. Él y yo habíamos entrevistado a Behrens para Artes y Letras en 1996, cuando ella vino a Chile para cantar el papel de Brünnhilde en el Municipal.
Fuimos a esperarla en el salón del segundo piso del Hotel Carrera, donde estaba alojada. Alta, atractiva a sus entonces 59 años, apareció en “una suerte de túnica aterciopelada”. Es lo que decimos en la entrevista. La verdad es que de la túnica no me acuerdo nada, pero sí tengo grabada en la memoria la simpatía con que se acomodó en nuestra mesa a conversar, en torno a un café.
Antes de empezar a cantar, Behrens estudió derecho en Alemania. Yo había sugerido entrevistarla no sólo porque era la mejor Brünnhilde de su época, sino también porque pensé que ella tendría una visión fascinante sobre el conflicto que hay, en la tetralogía de Wagner, entre la desbordante voluntad de un dios y las leyes restrictivas que él mismo establece. ¿Puede un dios vulnerar sus propias leyes, o es el esclavo de ellas?
Behrens nos demostró que había pensado mucho en el significado de la obra, pero como actriz y soprano, obligada a encarnar, con cuerpo y voz, a una heroína, ella no padecía de mi vicio de querer conceptualizar todo, de pretender reducir la obra a elevados conflictos metafísicos. Su visión, para mí aleccionadora, era menos de abogada o filósofa que de mujer y actriz. Para ella Brünnhilde es, primero, una hija con un padre difícil, un padre que ella idealiza hasta que descubre sus fatales defectos. Wotan, según Behrens, “incurre en negociaciones turbias. Engaña. Queda enredado en sus propias redes”. Frente a un padre así, la hija no puede sino desilusionarse, y por mucho que lo siga queriendo, no puede sino desobedecerlo.
Brünnhilde será una diosa y Wotan un dios, pero la relación entre los dos es la de incontables padres e hijos. Después, cuando Siegfried la despierta, Brünnhilde se da cuenta que “ya no es una diosa, sino una mujer vulnerable” y siente, según Behrens, “el terror que, probablemente, le ocurre en algún momento a toda mujer frente a un hombre”.
No hace falta decir que la soprano-abogada que yo quería entrevistar fue ampliamente superada por la soprano-mujer, la mujer de carne y hueso que sabe lo que es ser hija y lo que es ser amante.
Behrens nos habló después de su voz. De lo difícil que es en Wagner sobreponerse a la orquesta. De su preferencia por contar con una amplia zona de reserva. De joven, a escondidas de su profesora de canto, ensayaba el difícil Fa agudo de la Reina de la Noche, en la Flauta Mágica de Mozart: para “saber que la tenía”, por si acaso.
Con mucha pena, nos despedimos Folch y yo de la soprano, y yo me fui al campo, para disfrutar del fin de semana largo del 21 de mayo. Folch se quedó con la grabación. Un par de días después, me llamó desesperado. La grabación no se oía bien. Necesitaba ayuda. Pero yo, desde Chépica, no podía hacer nada. “No te preocupes”, dijo Folch, resignado. Todavía recuerdo el alivio, canallesco, que sentí en ese momento.
Releyendo ahora la admirablemente bien editada entrevista, me quedo pensando. Una gran obra de arte es, me digo, una que nos induce a conceptualizar, como hacía yo con la tetralogía, pero que siempre se escapa de las conceptualizaciones que intentamos. Una que nos tienta con incontables claves que parecen indicar que es reducible a algún orden, pero que finalmente no cabe en ninguno.