El Mercurio, lunes 8 de mayo de 2006.
Opinión

Con los ojos abiertos

Lucas Sierra I..

Eutanasia. Sonora y bella palabra. Tiene la resonancia helada y rotunda de Tánatos, evocadora de esa guadaña inexorable y cruel. Pero el prefijo algo la atempera, como si compensara la certeza de lo total y definitivo que envuelve la muerte, con la posibilidad de que ésta sea “buena”.

¿Qué muerte es buena? Esta pregunta puede tener múltiples respuestas, pero parece haber un mínimo común denominador: mejor es la muerte mientras menos dolor la antecede. Y yo agregaría: mejor es la muerte de quien puede enfrentarla con la autonomía con la que ha intentado conducir su vida. Una vida plena, moralmente plena, es una cuyo guión se intenta escribir hasta el final. Esto interroga por los límites de la comunidad política. ¿Cuánta autonomía debe el Estado reconocer a la persona que sabe estar viviendo sus últimos días? ¿Cuánta a sus cercanos? ¿Cómo debe ponderarse el interés de éstos y el de aquélla, si difieren?

En 2001, cuando la Presidenta era ministra de Salud, el gobierno envió un proyecto de ley sobre “los derechos y deberes de las personas en salud”. Algunas de sus disposiciones tocaban esas preguntas. Reconocía el derecho a no someterse a procedimientos “invasivos”, a menos que esta negativa significara la muerte. Pero aun en este caso, la voluntad del paciente debía respetarse, cumpliéndose tres condiciones: estado terminal, tratamiento sólo capaz de prolongar la agonía, y certificación de todo esto por dos médicos.

Como se ve, el proyecto era aquí modesto, pues hacía un reconocimiento mínimo de la autonomía de quien percibe ya los ojos de la muerte sobre sí: evitar el “encarnizamiento terapéutico”. Ni hablar de otros reconocimientos más intensos, como el suicidio asistido o la eutanasia voluntaria.

Así y todo, luego de cierto escándalo moral en algunos diputados, la Cámara aprobó un reconocimiento aún más modesto: sólo podía rechazarse el tratamiento que prolongara artificialmente la vida de un modo “irracional o desproporcionado”. En la práctica, esto trasladaba la decisión del paciente a los médicos. Después, el proyecto se archivó, pero el Gobierno ha manifestado la voluntad de reflotar la discusión.

Si lo hace, será una prueba de nuestra sofisticación moral y de la conciencia que tenemos de los límites del Estado. La decisión sobre la muerte debería ser, primero, del paciente y, segundo, de sus cercanos. El Estado sólo debería cuidar que sea informada por la medicina y esté libre de fraude.

Los ciudadanos serían entonces más libres para intentar el esfuerzo que Marguerite Yourcenar pone en boca del moribundo Adriano: “Tratemos de entrar en la muerte con los ojos abiertos.”