Es aleccionador viajar. Pero más aún lo es recibir visitas de amigos extranjeros, porque nos obligan a ver al país a través de sus ojos. También a tomar conciencia de nuestra propia mirada: de lo confusos que llegamos a ser sobre lo que pasa y lo que importa en el país.
Hace poco llegaron a Chile Philip y Jane Rylands, amigos que viven en Venecia, amigos de gran sensibilidad e inteligencia. Philip es director del museo Peggy Guggenheim, y Jane está por publicar en Estados Unidos un segundo tomo de sus exquisitos “Cuentos venecianos”. Querían ir al campo, y partimos, no sin orgullo mío, por los túneles de la Costanera Norte hacia la Ruta 5.
Mientras pasábamos por Paine, Philip aludió al “aire lombardo” del paisaje, pero algo me dijo que nuestras viviendas sociales no parecían lombardas y, a pesar de que la Sarita me preguntaba con ironía cómo iba de bencina, yo quería llegar a una Copec nueva que hay antes de Rancagua, para demostrar que en Chile hay servicentros lujosos. Como era de esperar, nos quedamos sin bencina, y Philip y Jane nos ayudaron a empujar el auto hacia la bomba más pobre de Buin.
Con todo, el fin de semana fue un éxito. La primavera en el campo habla por sí sola. Pero el broche de oro lo puso mi sobrino Cristóbal, cuando nos invitó a Santa Cruz a verlo correr en el rodeo. Es curioso, pensé, ya instalado en la media luna, pero son las costumbres locales las que más se valorizan con la globalización. Es cierto que nuestros irrespetuosos amigos celebraban a las vacas más que a los caballos o jinetes, riéndose a carcajadas cada vez que una vaca se escabullía. Es cierto que el poco público que había observaba el evento con melancólico desgano colchagüino. Pero mis amigos sintieron algo de la excitación que da sorprender a gente ajena celebrando un rito propio.
Desde luego, me preguntaron sobre las elecciones. Dije que un hito en el surgimiento de Bachelet fue el día en que se subió a un tanque. Cómo, me objetaron, si eso mismo fue lo que derrumbó a Michael Dukakis en 1988. La diferencia es que el acto de Bachelet fue genuino, expliqué. Ella era Ministra de Defensa, y la carga emocional de su acto descansaba en hechos reales del pasado. En cambio, en el tanque, Dukakis estaba actuando. Más bien lo que se le parece es Lavín vestido de aimara, expliqué.
Como para reforzar mi idea del aporte cognitivo de los extranjeros, salió el domingo un excelente artículo de Álvaro Vargas Llosa sobre el debate. Según él, se rompieron varios mitos sobre Chile. Sobre todo, el de que todos apoyamos el modelo: al contrario, los candidatos parecen creer que el país viviendo una catástrofe.
Me dieron ganas de expicarle que esta postura no era sincera, que los tres candidatos principales sí están con el modelo, y que son optimistas sobre el futuro. Pero rápido adiviné su respuesta. En ese caso, me habría dicho, en Chile están enfrascados en un peligroso doble discurso, uno en que nadie se atreve a decir lo que piensa, uno en que predominan los lugares comunes políticamente correctos, que en una de esas después ya no se podrán abandonar.
Vargas Llosa me podría haber agregado, para concluir, que si el Presidente tiene la aprobación del 60 por ciento, será porque la gente anda contenta. ¿Por qué, entonces, ningún candidato se apodera de la agenda del optimismo? Lavín no lo hará porque busca el voto duro de la derecha. Bachelet tampoco, por la presión de los autoflagelantes. ¿Por qué no lo hace Piñera, para consolidarse como el único candidato transversal, el que más interpreta a la gente?
Increíbles las preguntas a las que nos obligan los extranjeros.