El Mercurio, lunes 3 de mayo de 2004.
Opinión

Conducta, no estructura

Lucas Sierra I..

El principal resorte de la máquina económica está por reformarse.

Silenciosa y algo inadvertidamente, como suele ocurrir con las cosas importantes, en los próximos días se establecerá el nuevo Tribunal para la Libre Competencia. Con esto empezará a operar la reforma aprobada el año pasado a la legislación antimonopolios, justo cuando cumplía 30 años. Nació poco después del golpe, en diciembre de 1973, con el decreto ley 211, dictado por la Junta «para la defensa de la libre competencia».

Esa legislación siguió la línea trazada por su antecesora, una ley de 1959, pero profundizó su alcance. Las reformas económicas que siguieron, al abrir los mercados, permitieron la creciente aplicación del decreto ley 211, cuyo preámbulo declaraba: «El monopolio y las prácticas monopólicas son contrarias a una sana y efectiva competencia en el abastecimiento de los mercados».

El decreto ley 211 siempre me llamó la atención. Por su fecha, tan próxima al golpe, y por ser un reflejo temprano de la contradicción que acompañó a toda la transformación económica impulsada por el régimen militar. Así, mientras se proclamaba la dispersión del poder económico y la disminución del abuso en los mercados, el poder político se monopolizaba al extremo, promoviéndose abusos contra las personas sin precedentes en nuestra historia.

Al amparo del decreto ley 211 se formó una institución antimonopolios algo precaria, pero que, no obstante, desarrolló una esforzada jurisprudencia. El tribunal que hoy la reemplaza intenta reparar en parte sus defectos institucionales y contará con más recursos. Su bautizo será de fuego: la fusión VTR-Metrópolis, que, de permitirse, concentrará cerca del 90 por ciento de la televisión pagada. Una decisión difícil, que deberá ofrecer un razonamiento sofisticado.

En general, la jurisprudencia antimonopolios exige razonamientos sofisticados. En ella convergen con fuerza las lógicas del derecho y de la economía, y está llamada a cumplir funciones múltiples: resolver conflictos particulares, como cualquier tribunal, pero también prevenir conflictos potenciales y – cosa rara en un tribunal- dictar normas generales. Asimismo, no hay plena claridad sobre el fin último de la jurisprudencia antimonopolios: ¿Proteger la autonomía de cada actor económico, o el bienestar general de los consumidores? Ambos fines pueden resultar incompatibles.

Un caso: bajo amenaza de no renovar los contratos, una empresa de combustibles fuerza a sus estaciones de servicio concesionarias a bajar el precio más alto con que venden al público. ¿Ilícito? Desde la perspectiva de la autonomía, pareciera que sí; desde la del bienestar, no.

El nuevo Tribunal para la Libre Competencia es un avance. Los mercados no son mejores opeores por su estructura, sino por la conducta concreta de sus actores. Los tribunales son especialistas en evaluar conductas concretas y de aquí que el tribunal antimonopolios sea el principal resorte de la máquina económica. Una sociedad que ha optado por organizar su economía de acuerdo con el mercado no tiene más alternativa que velar por que este resorte funcione lo mejor posible.