El Mercurio, lunes 18 de septiembre de 2006.
Opinión

Contramayoritario

Lucas Sierra I..

¿Quién ayudó a la transición desde la dictadura a la democracia? Varios, pensará usted. La ciudadanía que votó “No” en el plebiscito de 1988. La Concertación. Quizás Estados Unidos, mediante la mirada atenta de su embajador —ése que tenía aspecto de boxeador— sobre el plebiscito. La Iglesia Católica, alguna prensa escrita y ciertas radios. Tal vez, algunos miembros de la propia dictadura. En fin, su lista puede ser larga.

Es probable, sin embargo, que en ella no figure una institución que jugó un papel clave y que, en algún sentido, fue el verdadero artífice de la transición: el Tribunal Constitucional. Corría 1985. Se preparaban las leyes “políticas” y al Tribunal le correspondió revisar el proyecto de ley sobre justicia electoral. El proyecto tenía un detalle en el que, como suele pasar, se escondía el Diablo: sus normas no se aplicaban al crucial plebiscito de 1988. Éste se realizaría, por tanto, sin garantías básicas de transparencia e igualdad. Como el de 1980. Un simulacro.

Por cuatro votos contra tres, el Tribunal Constitucional no lo aceptó. Fue una decisión valiente, que obligó a modificar esa ley y a dictar otras que permitieron que el plebiscito fuera como fue. Por esto, en algún sentido, el Tribunal Constitucional fue el verdadero artesano de la transición. Pero hoy, en democracia, ha caído bajo sospecha. Hoy, las leyes sí representan la voluntad de la mayoría electa. ¿Por qué un grupo de jueces no electos ha de tener el poder de derribarlas?

La respuesta a esta pregunta es tan difícil como dramática. Difícil, porque hay algo definitivamente anómalo en el hecho de que unos pocos que no responden a la mayoría echen abajo lo que ésta ha decidido. Dramática, porque pareciera que no queda otra que aceptar esta anomalía, si queremos una sociedad que, además de ser democrática, sea también un Estado de Derecho.

Las mayorías pueden llegar a ser despóticas. Por esto se le fijan límites en la Constitución. Los más rotundos y finales son los derechos individuales, cuyo máximo esplendor se manifiesta, precisamente, enfrentados a la voluntad mayoritaria. Imponer el respeto de estos límites minoritarios, incluso a la inmensa mayoría, hace de una democracia un Estado de Derecho. Esta es la tarea del Tribunal Constitucional.

Por cierto, en esa tarea el Tribunal debe ser razonable, recatado y mostrar una deferencia inicial hacia el legislador democrático, por el mero hecho de que éste representa la mayoría. Pero. llegado el momento, debe ser contramayoritario.