El Mercurio, 8 de marzo de 2013
Opinión

Cuando fallan los gobernantes

David Gallagher.

Hay momentos en la historia en que se piensa, con razón, que han fallado los gobernantes, que las elites en general han demostrado ser incompetentes. Cunde entonces un ambiente indignado, anárquico, en que la gente quiere «que se vayan todos», sin que haya mucha claridad de cómo reemplazarlos. Muchas veces, en el caos que sobreviene, los líderes nuevos que surgen son peores que los que reemplazan.

Un momento de ese tipo fue el que se dio en Europa después de la Primera Guerra Mundial. La gente sintió que las elites la habían conducido a un baño de sangre inútil. Empantanados por cuatro largos años en trincheras, conviviendo en el fango con ratas, los soldados morían en masa cuando, desde atrás, sus generales los obligaban a avanzar. Para colmo, viene después la Gran Depresión, y el terrible desempleo. Obvio que allí la gente repudie a las elites. Obvio que sienta que sabe más que ellas, que confíe más en su propia intuición. La gente no solo quiere que se vayan todos: se siente ella misma capacitada para reemplazarlos, y exige más participación.

Lo malo es que la intuición popular en esos momentos tiende a apuntar a soluciones muy simplistas. Prima la lógica del hogar, del vecindario y, en lo que es una suerte de regresión, la de la tribu: instancias en que, por su tamaño, los problemas son mucho más simples que los de países grandes y complejos, y donde, para abordarlos, es dable la participación de todo el mundo. En la angustiosa inseguridad de la crisis, es entendible ese afán de volver al paraíso arcaico de la tribu, donde el tema era solo sobrevivir y, por tanto, tener autosuficiencia en alimentos, y armas contra el enemigo.

En una época así, el líder que triunfa va a ser el que mejor entone con ese afán. El que ofrece las soluciones más elementales, y el que identifica con más precisión a los «enemigos» responsables del descalabro. Generalmente, el más populista y nacionalista. Es en ese contexto que en los años 30 surgió en Europa un Hitler, ofreciendo, como solución a la Gran Depresión, una economía autárquica, descontaminada del comercio exterior, y una guerra sin cuartel a «enemigos» externos e internos. Reflejaba los prejuicios de masas que pretendían gobernar con él, terminando él, claro, con el poder absoluto, con el pretexto de mejor interpretarlas.

Felizmente, las grandes tragedias de la historia, como la del nazismo, dejan lecciones que la gente no olvida: es improbable que prospere un Hitler en un país europeo hoy día. Pero a veces, en la historia las tragedias reaparecen como farsa. Pienso en el éxito en las últimas elecciones italianas del humorista Beppe Grillo, cuyo Movimiento Cinco Estrellas obtuvo un cuarto de los votos, justamente los de los «indignados», los que, desde la crisis profunda, quieren gobernar ellos mismos, una vez que hayan logrado «que se vayan todos».

No es de extrañarse que Grillo triunfara con una plataforma que combina participación, autarquía económica, xenofobia y guerra, en este caso guerra a las multinacionales, los «enemigos» causantes de la crisis. En un lenguaje casero, Grillo ironiza que éstas han logrado que Italia no solo exporte ropa, zapatos y olivos, sino que también los importe, ocasionando una ilógica e inútil procesión de camiones por toda Europa. Para que las grandes empresas lucren, los europeos gastan innecesariamente en combustible, llevándonos de paso a una catástrofe climática.

Las propuestas simplistas de Grillo responden a los prejuicios, las intuiciones, el «sentido común» de la gente cuando está en un estado de eufórica regresión tribal. Es entendible que parezcan atractivas, cuando ideas más sofisticadas parecen haber fracasado tan rotundamente.