¿No será que los demonios de la tribu siempre terminarán aflorando,porque la gente los siente como propios?
Leo «Los demonios» de Dostoievski, en una edición que leí hace muchísimos años. El libro está rayado con mis profusos comentarios de entonces. ¿Por qué tantos? ¿Para quién los hacía? Para el que soy yo ahora, me digo. Para que el que soy ahora dialogue con el que era. ¿Para constatar que uno, en el fondo, no cambia en lo esencial? ¿Para gozar de un atisbo de eternidad, al de-saparecer el tiempo que medió entre las dos lecturas?
De lo que sí me doy cuenta al releer es de lo mala que es mi memoria. «Los demonios» es de las novelas que más admiro. Sin embargo, al releerla, me doy cuenta de lo poco que me acordaba. ¡Qué vergüenza! Pero, al mismo tiempo, ¡qué placer el que le da el olvido a la relectura! De repente, una escena me conmociona como si se tratara de una revelación nueva. ¿O será que despierta emociones que estaban enterradas en algún oscuro rincón de la memoria? ¿Será que el placer que produce la relectura tiene que ver con la recuperación de algo? ¿Con la recuperación de tesoros, de tiempos perdidos?
Uno lee influenciado por el contexto en que uno está y, por eso mismo, también cada relectura es una lectura nueva. Eso lo pensaba mientras leía, en «Los demonios», la escena en que Stavroguin visita a Shatov. Dejemos para otra ocasión un análisis del frío, del multifacético y demoníaco seductor que es Stavroguin, o del disminuido fanático que es Shatov. Baste decir que Shatov le recuerda a Stavroguin una teoría que éste tenía de la religión. Según ella, los pueblos son fuertes, sanos, incluso morales, cuando veneran a su propio dios y luchan por él contra los dioses ajenos. El momento en que se les impone un Dios universal, pierden no sólo su identidad, sino hasta su capacidad para discernir entre el bien y el mal, volcándose al nihilismo. Peor aún, si se les impone el «dios» supuestamente universal de la razón. Porque la razón es miserablemente utilitaria y cotidiana, mientras que la religión busca nada menos que el fin de la vida.
El autor coloca estas ideas en boca de un Shatov que fue convertido a ellas por un Stavroguin que ya no cree en ellas: a esos extremos llega Dostoievski para distanciarse de las ideas que se debaten en sus libros, aun cuando a veces uno sospeche que él las comparte, y aun cuando los personajes las desarrollen con devastadora elocuencia. Tanta, en este caso, que, al releer los argumentos de Shatov, yo casi empecé a compartirlos. ¿Qué razón, pensé, por universal y beneficiosa que sea, puede resistirse a los dioses, o si se quiere, a los demonios de la tribu? ¿No será que éstos siempre terminarán aflorando, porque la gente los siente como propios, y es conmovida por lo propio más que por abstracciones? ¿Será por eso que la globalización produce tanta resistencia? ¿Será que la gente está dispuesta hasta a morir para que no muera su propia historia? Leyendo a Shatov, me pare-ció entender, con alarma, pero igual entender, por qué hay árabes que prefieren autodestruirse con Bin Laden que ser racionales, democráticos o prósperos, o por qué hay bolivianos que no quieren vender su gas, aun cuando la consecuencia sea la miseria. En Chile también renacen los dioses o demonios del pasado, cuando, con pasiones y distorsiones de lado y lado, se discute el «royalty».
Cuando reaparecen los dioses o demonios de antaño, las emociones reemplazan a la razón. Porque su atractivo no sólo es que son propios. Su reaparición es como la relectura: anula el tiempo, nos conecta con los que fuimos , y nos permite sentir el incontrolable placer del atavismo. ¿Qué puede hacer la razón contra los placeres metafísicos?