El Mercurio, viernes 29 de octubre de 2004.
Opinión

De una sola índole

David Gallagher.

El envejecimiento «uno no lo siente por dentro, pero desde fuera todo el mundo lo ve».

García Márquez desde hace años quería rendirle un homenaje a «La casa de las bellas dormidas», la novela de Yasunari Kawabata en que un anciano japonés se acuesta al lado de mujeres jóvenes dormidas, sin tocarlas. El resultado es «Memoria de mis putas tristes», la nouvelle -cuento largo o novela corta- que García Márquez acaba de publicar.

Al reubicar la novela japonesa en las orillas del Río Magdalena, García Márquez ha creado una pequeña obra maestra que reúne todos los ingredientes que uno espera en una obra suya. Una prosa lapidaria y sentenciosa, que de a poco nos embruja. La teatral ceremoniosidad de la gente en el remoto pueblo de provincia: el narrador nonogenario, para ir al prostíbulo, se viste de impecable traje de lino blanco, «la camisa a rayas azules de cuello acartonado con engrudo, la corbata de seda china, los botines remozados con blanco de zinc». Sobre todo, el escepticismo en cuanto a que exista una realidad remotamente objetiva.

El narrador desde ya ejerce una profesión, la del periodismo, que juega con la objetividad, pero que rara vez la practica. Él tiene a su cargo «inflar» los cables que precariamente llegan al pueblo desde el exterior, sujeto a que no se distancien de la «versión oficial» que le impone el censor. Además, a los 90 años él se siente con el derecho de no tener que aguantar demasiada realidad. No quiere saber mucho de la joven virgen dormida, al lado de la cual se tiende en el prostíbulo, y cuando desde su sueño ella pronuncia unas palabras y él en la voz le detecta «un rastro plebeyo, como si no fuera suya sino de alguien ajeno que llevaba dentro», decide que de todas maneras la prefiere dormida, para poder imaginarla a su antojo.

Finalmente, está la idea del amor como antídoto a la vejez. El enamorado anciano empieza a ponerse «los piyamas de seda china que había dejado de usar por no tener para quién quitárselos». Claro que la vejez real a veces parece sobreponerse al antídoto: es que el envejecimiento «uno no lo siente por dentro, pero desde fuera todo el mundo lo ve». Felizmente, hay una esencia que perdura, como lo constata el narrador cuando se encuentra con Rosa Cabarcas, la dueña del prostíbulo, después de veinte años sin verla: «Le quedaban vivos los ojos diáfanos y crueles, y por ellos me di cuenta de que no había cambiado de índole».

El narrador toda su vida ha dormido en una misma cama. Ha viajado cuatro veces a Cartagena y una vez, en lancha de motor, a la inauguración de un prostíbulo en Santa Marta. Más lejos, nunca. Sin embargo a pesar de su insólita inmovilidad, es hijo de una italiana «políglota y garibaldina», que interpreta a Mozart. Él mismo es fanático de la música, y se prepara para sus noches con la joven virgen dormida escuchando las seis suites para violoncello solo de Bach. En esta imagen de un escribidor tan local y a la vez tan cosmopolita y sofisticado, García Márquez nos brinda una metáfora de América Latina y sus escritores, una metáfora de su heterogénea mezcla de cultura universal ecléctica y de localismo, una metáfora por último de su propia obra.

El narrador se describe a sí mismo como «feo, tímido y anacrónico.» Por feo y tímido será que «nunca se ha acostado con ninguna mujer sin pagarle.» En cuanto a su anacronismo, muchos dirán que el mismo García Márquez, compulsivo imitador de sí mismo, de sus propias mañas y obsesiones, ha escrito una obra anacrónica. Menos mal. Los buenos escritores, como los buenos compositores, no escriben sino variaciones, porque, como Rosa Cabarcas, no cambian nunca de índole.