La Tercera, 31 de diciembre de 2018
Opinión

¿De vuelta al tabú?

Lucas Sierra I..

Mientras no se den mejores razones para limitar así la libertad de expresión, esto no parecerá más que una muda voluntad prohibicionista.

A propósito del debate que se ha planteado sobre el castigo penal del discurso “negacionista”, partamos de ciertos principios básicos, que por básicos solemos dar por sabidos, los omitimos y, por lo mismo, arriesgamos a olvidar.

La de expresión es una de nuestras libertades más elementales.

A esta conclusión se llega cualquiera sea el punto de vista moral. Si somos kantianos, la libertad de una persona para expresarse es prueba de que se le reconoce dignidad y autonomía como agente moral.

Si somos utilitaristas, es una libertad que agrega consecuencias positivas: sirve para revisar lo que sabemos y ponerlo a prueba, es un vigía permanente de la posibilidad de error, y es útil para controlar el poder y la corrección de su ejercicio.

Se trata, en principio, de una libertad que corre con ventaja a la hora de regular la tensión recíproca en que entra con otras libertades, derechos e intereses. Por esto, el peso de la argumentación cae primero sobre quien quiere limitarla, quien debe probar que de ella se deriva un daño concreto para un tercero (como en la injuria y calumnia), o que genera un peligro tal, que hace suponer que el daño se va a producir (como en el delito de incitación a la violencia o la sentencia de la Corte Suprema de EE.UU. que en 1919 condenó a una persona que, sabiendo que era mentira, gritó “¡fuego!” en un teatro lleno, provocando una estampida). Hay que probar un vínculo causal entre la expresión y un daño actual o potencial. ¿Lo han probado quienes buscan criminalizar el “negacionismo”? Los argumentos que han dado hasta ahora son, básicamente, dos.

Uno tiene que ver con la no repetición de los horrores ocurridos entre 1973 y 1990, el “nunca más”. El otro con la dignidad de las víctimas de esos horrores. ¿Son suficientes? El hecho de que algunos nieguen que existió un cuartel de la DINA en la calle Simón Bolívar, por ejemplo, o que los detenidos que por ahí pasaron siguen desaparecidos, no parece ser suficiente como para arriesgar una represión como esa otra vez. Esto dependerá de innumerables factores que son independientes de la negación (entre éstos, paradójicamente, andar restringiendo libertades civiles).

Y también es dudoso que la negación de hechos que han generado comisiones, que han sido detalladamente registrados en informes y que han dado lugar a reparaciones por ley, además de condenas judiciales, produzca en las víctimas un daño tal que justifique criminalizar el discurso. Además, las víctimas ya cuentan con herramientas en caso de sentirse dañadas: el delito de injuria, la acción de protección o la civil por daño moral.

Mientras no se den mejores razones para limitar así la libertad de expresión, esto no parecerá más que una muda voluntad prohibicionista.

Un retroceso a esa primitiva lógica de control social que es el tabú.