Después de los anuncios del presidente Trump, parece que la crisis está cada vez más cerca y estamos menos preparados de lo que pensábamos. Se hace urgente, entonces, no solo retomar una senda de recuperación de nuestras cuentas públicas, sino también de la confianza en el manejo de las mismas.
La presentación del último Informe de Finanzas Públicas (IFP) hizo noticia por un confuso incidente, en el que los parlamentarios reclamaban haber recibido versiones distintas de los documentos (y las cifras) que proyectaba el Gobierno en la pantalla. Después de algunos minutos de incomodidad y molestia, la Dirección de Presupuestos hizo llegar y publicó la versión “correcta” de los mismos.
Obviamente, cualquiera puede cometer un error o traspapelarse, aunque uno esperaría que no cualquiera esté a cargo de la hacienda pública. Como sea, este incidente terminó por desviar el foco del contenido de la presentación. En ella el Gobierno nos informó, una vez más, que se ha desviado de las metas y compromisos fiscales, sin motivos que lo justifiquen.
Si hacemos un poco de historia, una de las razones para adoptar una regla de balance estructural, fue justamente dotar a la política fiscal de mayor credibilidad, aislándola de factores exógenos o fuera del control de la autoridad. Con ello, “los agentes económicos son capaces de anticipar el curso del accionar fiscal y […] se garantiza una dinámica de deuda consistente con la restricción presupuestaria intertemporal”. Así al menos lo declaraba el entonces director de Presupuestos, y hoy ministro, Mario Marcel (et al. 2001).
Por eso, después del impulso fiscal producto de la pandemia y su retiro posterior, se modificó la Ley de Responsabilidad Fiscal para incorporar las denominadas “cláusulas de escape”. Estas buscan regular la flexibilidad que, de facto, se había utilizado en crisis anteriores, obligando a la autoridad a justificar y transparentar tanto las causas que la llevan a desviarse, como las acciones para retomar las metas, reforzando así la confianza en la política fiscal, aún en casos excepcionales.
Sin embargo, parece que la crisis de confianza que nos aqueja como sociedad también alcanzó a la política fiscal pues, incluso sin un escenario de crisis externa (al menos no todavía), la autoridad ha incumplido sistemáticamente sus compromisos.
Así, el último IFP refleja un incumplimiento aún mayor de lo esperado, alcanzando un déficit de 3,3% del PIB, en circunstancias que se había comprometido a alcanzar un déficit de 1,9% para 2024. Pero no solo eso, sino que para los próximos años rebajó las metas desde un -1,1% a un -2% del PIB para 2025 y desde un -0,5% a un -1,1% del PIB para 2026.
Esta comparación es aún peor si revisamos las metas prometidas al inicio del Gobierno, pues se buscaba partir desde un déficit de 3,3% del PIB y reducirlo hasta llegar a un déficit de sólo 0,3% del PIB. Sin embargo, en este tercer año de gobierno volvimos al punto de partida.
Hasta ahora, ninguna de las razones entregadas por la autoridad parece suficiente para justificar este “desvío extraordinario”, pues ninguna de ellas puede imputarse a factores externos o especialmente gravosos. Es más, en estas proyecciones todavía no se ha incorporado el nuevo escenario internacional, con los impactos que puede tener en la actividad económica y en los ingresos fiscales.
Por eso, más allá de si hay más o menos espacio para endeudarnos, hoy no solo preocupa la situación objetiva de las cuentas fiscales, sino también cuánta confianza hay en los compromisos de la autoridad. Porque, así como en la política monetaria las expectativas del mercado se anclan en una meta de inflación creíble, la política fiscal aumenta su transparencia, flexibilidad y eficacia por la confianza puesta en que se cumplirá con las metas comprometidas.
Hace poco más de un mes insistía en este mismo espacio sobre la importancia de contar con finanzas públicas resilientes para sortear las futuras crisis, que no sabemos cuándo ni cómo nos pueden llegar a golpear. Hoy, después de los anuncios del presidente Trump, parece que la crisis está cada vez más cerca y estamos menos preparados de lo que pensábamos. Se hace urgente, entonces, no solo retomar una senda de recuperación de nuestras cuentas públicas, sino también de la confianza en el manejo de las mismas.