El Mercurio, 12/01/2009
Opinión

Democracia y cementerio

Lucas Sierra I..

Hay cambios que incuban una potencia insospechada para la sociedad. La expansión de la educación superior, por ejemplo, es uno. Hoy, una parte muy importante de sus estudiantes son la primera generación en acceder a ella dentro de sus respectivas familias. Otro cambio parecido está en marcha: la inscripción electoral automática.

En el plebiscito de 1988, un 5,5 por ciento del padrón electoral tenía entre 18 y 19 años, hoy es un 0,6 por ciento; un 15,7 por ciento tenía entre 20 y 24 años, hoy es un 2,9 por ciento; y un 14,8 por ciento tenía entre 25 y 29 años, hoy es un 4,6 por ciento. En suma, los menores de 29 años representaban el 36 por ciento, y hoy representan el 8,1 por ciento. Ha habido un envejecimiento general de la población, es cierto, pero éste ha sido muchísimo menor que el del padrón.

Cerca de tres millones de personas no se han inscrito. Son jóvenes. Simplemente eso: jóvenes. En el grueso, no se diferencian significativamente del resto de la población y, menos aún, de sus coetá-neos inscritos. No son más o menos radicales, ni más o menos anárquicos, ni más de derecha o de izquierda. Sus preferencias parecen distribuirse en forma más o menos análoga a las de la sociedad en general, y más análogamente aún a las de los inscritos de su edad. La inscripción automática, por tanto, no pondrá el voto en manos extraterrestres.

¿Por qué no se han inscrito? Se oyen explicaciones variadas. Algunos analistas bienpensantes los critican por poco virtuosos, por no haber incurrido en el sacrificio (menor) de seguir el trámite de inscripción. Yo no sé si es tan fácil apuntarlos con el dedo. Por lo pronto, es difícil ver la burocracia en términos de virtud y es poco sensato exigir el sacrificio de hacer algo que, como en este caso, podría alcanzarse sin sacrificio. Además, los no inscritos saben que inscribirse implica la obligación de votar. Sobre ésta pueden tener atendibles reparos.

Por último, y aunque suene paradójico, la decisión de no inscribirse puede tener que ver con la propia estabilidad democrática, con el hecho de que en cada elección no se juega la vida, la integridad, ni mayormente el bienestar, porque no vivimos los «tiempos interesantes» de la maldición china. Pero, claro, esta progresiva divergencia entre la sociedad y su padrón electoral no puede sostenerse en el tiempo.

En 1925, Vicente Huidobro escribió: «Que los viejos se vayan a sus casas, no quieran que un día los jóvenes los echen al cementerio». Hoy no se necesita que los viejos se vayan a sus casas, sino que los jóvenes salgan de las suyas a votar. La inscripción automática y el voto voluntario pueden incentivarlos. De lo contrario, será la democracia la que seguirá caminando lenta, pero inexorablemente, al cementerio.