Cuando empezaron a protestar en Egipto, llamé a amigos que tengo allá. Me preguntaban de las protestas que hubo en Chile, aquellas que estallaron en 1983 y que se celebraban cada día once. Les gustaba mucho la idea de una protesta mensual, para apuntalar al gobierno y asegurar que se diera una verdadera transición, y para que mientras tanto, el resto del mes, la gente trabajara. La razón era que Egipto no se puede dar el lujo de destruir su economía; pero tampoco el de perder la primera oportunidad de su historia de convertirse en un país democrático. Desgraciadamente, para todo eso es ya muy tarde. Al hacer concesiones sólo por goteo -típico de dictaduras en este tipo de situación, cuando procuran no ceder más que lo que creen estrictamente necesario-, Mubarak provoca y aleona a la gente. Es improbable que su discurso de anoche, pródigo en lugares comunes al extremo de parecer surrealista, la convenza más que los anteriores. Difícil que se retiren de la calle. Más bien hoy viernes estarán protestando como nunca. Quieren tener la certeza de que vaya a haber democracia pronto, y temen que si regresan a casa, el gobierno se va a vengar.
Las protestas han sido muy sanas. Se pusieron feas por un rato, pero eso fue porque el gobierno, o la policía, sacó a sus matones a la calle. También hubo saqueos violentos, pero fue en parte por infiltración de esos mismos matones, y en parte, como en Chile después del terremoto, porque se podía saquear con impunidad. El hecho es que la gente que está en la calle en Egipto en su gran mayoría quiere democracia y nada más. El ambiente me lo han descrito con el del festival de Woodstock en 1969.
Eso no significa que el vacío de poder creado por las protestas no pueda ser aprovechado por extremistas islamistas, o por una junta militar populista a la manera de Chávez. No se puede gobernar a un país desde la calle, a pesar de la quimera, que albergan algunos intelectuales, de una democracia directa y al extremo participativa. No es verdad que Egipto haya demostrado que ya no son necesarios los partidos, como dicen algunos. El drama de Egipto es que, al contrario, no hay partidos adecuados. Eso es peligrosísimo, porque las masas sin rumbo y sin líderes son presa fácil de políticos o militares inescrupulosos, sean populistas, o fundamentalistas, o simplemente personalistas.
Lo que le cabe hacer ahora a la élite egipcia -sus empresarios, sus jefes sindicales, sus intelectuales, sus artistas- es abocarse con urgencia, si no es ya muy tarde, a crear una sólida institucionalidad democrática y, dentro de ella, partidos moderados que puedan competir con la Hermandad Musulmana, que en elecciones libres no debería tener más del 20 por ciento de los votos. Un empresario egipcio ha sugerido que para apoyar este esfuerzo se constituya, además, una suerte de Plan Marshall para Egipto, un «plan de apoyo a la democracia naciente», de unos mil millones de dólares al año, financiado por los países del Golfo.
Si se hacen bien las cosas -lo que requiere mucha visión de parte del gobierno, del ejército, de la improvisada oposición, de países cercanos y en general de las élites-, las protestas, en vez de conducir a que Egipto se convierta en un nuevo Irán, podrían redundar en que se democratice, y que Irán después siga su ejemplo y se convierta en un nuevo Egipto. Bien canalizado, el movimiento que recorre las calles del Medio Oriente podría ser, entonces, una amenaza para extremistas de cualquier tipo, y para toda clase de tiranía, y no sólo en el Medio Oriente. Pero eso requiere de mucha visión. Basta que un actor importante, como el ejército egipcio, no la tenga, para que la situación desemboque en una catástrofe.