El Mercurio, viernes 16 de septiembre de 2005.
Opinión

Días intensos

David Gallagher.

El tiempo mismo lo valoramos mucho más cuando es escaso, y por eso apreciamos más la felicidad cuando tenemos poco tiempo para disfrutarla.

Uno tiende a creer que es siempre mejor cuando los placeres se prolongan. Pero no siempre es el caso. El súbito canto de un ruiseñor a la luz de la luna nos llena de esas alegrías que son intensas e imborrables justamente porque son inesperadas y efímeras. Pero no hay nada más aterrador que un estridente e incesante coro de ruiseñores durante toda una noche de insomnio. El ser humano es un adicto al cambio. No aguanta la repetición incesante, la prolongación infinita. Por eso le cuesta vislumbrar un paraíso de imparable perfección. El tiempo mismo lo valoramos mucho más cuando es escaso, y por eso apreciamos más la felicidad cuando tenemos poco tiempo para disfrutarla. Es lo que sentí recién al pasar un escueto fin de semana en Londres.

Había estado allí casi todo el mes de junio. Mis recuerdos de ese mes son vagos. En cambio los de esta estadía pasajera son nítidos e intensos. No es que haya hecho nada tan especial. Me quedé con mi hija Camilla y Francisco, mi yerno. El verano seguía en pie, pero su inusual calidez tardía se conjugaba ahora con la efervescencia que se produce en una ciudad cuando terminan las vacaciones. La gente andaba relajada, pero expectante frente a los desafíos y los estímulos del año que empezaba, y en las librerías, había títulos nuevos de J.M. Coetzee, Vikram Seth, Salman Rushdie, Zadie Smith y Julian Barnes.

El sábado fuimos a ver «Muerte de un Vendedor», de Arthur Miller. El fue de los primeros dramaturgos en cuestionar la sociedad de consumo, de los primeros en desmenuzar la esclavitud a la que un hombre común se somete en su trabajo para salir adelante, la crueldad con que una empresa lo echa cuando ya está viejo, la brecha entre esa realidad cruel y los sueños de grandeza y de lujo a los que nos induce la publicidad, sueños inútiles porque como dice Biff, el hijo rebelde del vendedor, que rehúsa emular los esfuerzos de su padre, prefiriendo trabajar como peón en el campo, lo que más busca el ser humano es sacarse la ropa, tirarse al agua, sentir la cercanía de la tierra.

El día siguiente desayunamos en el patio de la casa, compartiendo los cuatro grandes diarios del domingo inglés. Aferrados a ese pequeño rincón verde, vivíamos el sueño pastoril de Biff, agradecidos de que llegaran pájaros a comerse las uvas minúsculas y un poco ácidas de nuestro parrón londinense. Pero claro la gracia de estar allí era la conversación, el estímulo de los diarios, la felicidad de estar en una gran ciudad. Como el canto del ruiseñor, el picoteo del zorzal entre las uvas nos da un golpe de felicidad, pero solo porque lo sabemos pasajero, y porque sabemos que afuera hay una calle, hay gente, hay variedad.

También peligro. Más tarde, justo antes de irme, oímos unos terribles alaridos de mujer. Camilla y yo nos miramos, pensando, con cómoda falta de lógica, que no era nada. Pero un intrépido Francisco salió corriendo a la calle, y lo seguimos.

Una mujer había sido asaltada. El agresor había huido. Entre los vecinos que habían salido para ver qué pasaba, había un indio, de turbante, que con infinita dulzura, calmaba a la mujer asaltada, y a la vez llamaba a la policía. Un líder, pensé, mientras en la calle comentábamos que era el colmo un asalto así, en un barrio decente, un día domingo, a plena luz del día. Qué suerte tener un vecino tan caballero y tan inteligente, pensé. Pero resultó que el indio no era vecino. Era el chofer del radio taxi que me había venido a buscar para llevarme al aeropuerto.

Ya sentado en el auto, me sentí un poco avergonzado. Casi ofrecí manejar yo, pero el fin de semana había sido intenso y me venció el cansancio.