Según decía el crítico inglés Bernard Levin, las dos mejores óperas son «Las bodas de Fígaro» y «Los Maestros Cantores». Lo decía como provocación, creo, ya que para algunos, Mozart y Wagner son de gustos irreconciliables. Pero Levin también quería demostrar que en la música, como en todas las artes, hay una enorme diversidad de sensibilidades, siendo todas igual de válidas.
Es lo que me viene a la mente hojeando «Tolstoi o Dostoievski», un gran libro de George Steiner, de 1959. El lapidario «o» prefigura su enfoque. No es que Steiner escoja entre los dos novelistas rusos, pero sí los encuentra muy distintos. Para Steiner ambos son superiores a sus contemporáneos occidentales, superiores a un Dickens o a un Flaubert, porque le agregan al realismo humanista de aquellos una conmovedora dimensión divina. Sus personajes luchan con los ángeles que les envía Dios. Pero cada uno libra la lucha a su manera.
Para mí los dos novelistas han sido grandes referentes desde que estudié literatura rusa en Oxford. En esa época me eran más estimulantes las locuras de los protagonistas de Dostoievski. En su búsqueda del sentido de la vida, son llevados por su autor al caos y al precipicio. Allí, contra viento y marea, se aferran a su libertad individual, aunque eso les signifique cometer actos demenciales. Después, más maduro, me sedujo la relativa placidez de Tolstoi. Sus protagonistas son igual de buscadores, pero terminan entregando su propia individualidad. Como el ambicioso Príncipe Andrei, quien, tras haber querido ser un Napoleón ruso, es abatido en la batalla de Austerlitz. Consciente de que puede morir, contempla las estrellas y, frente a ellas, descubre y acepta su propia intrascendencia.
De persona madura, tendí, entonces, a preferir a Tolstoi, que tiene algo de budista al buscar que la personalidad individual confluya con la naturaleza y el cosmos. Pero últimamente, parece que me ha dado un ataque de inmadurez, porque he vuelto a Dostoievski, y al meterme en sus novelas, me cuesta dejarlas. Me las llevo hasta al baño. Según la Sarita, Dostoievski me pone ensimismado, un adjetivo elegante que ella usa para no tildar a su marido de alienado. Esta semana, en que estamos en una vacación de familia en Brasil, me ha pedido, como regalo veraniego, que por unos días lea las novelas que quiera, siempre y cuando no sean las del frenético ruso.
En el fondo, voy a seguir debatiéndome entre estos dos novelistas tan diferentes. Una novela de Tolstoi, con su prosa diáfana, y sus protagonistas sanos, diestros, elegantes -gente de familia, buenos para el caballo, la caza, el baile-, es como un cuadro de Velázquez, pienso; y una de Dostoievski, con su prosa filuda, exagerada, escalofriante -que escarba en el alma de protagonistas enfermizos y torpes, para no decir freak -, es como uno de El Greco. Donde en Tolstoi las rebeliones son pasajeras y hay un camino claro a la aceptación de un orden humano y divino, en Dostoievski la rebelión libertaria no tiene límites. Es a través de ella que se busca incluso a Dios, porque para Dostoievski no hay amor a Dios si no nace de la libertad absoluta. Donde en Tolstoi la prosa diáfana permite ver cada escena como si no hubiera palabras intermediándola, en Dostoievski la palabra es lo que más se ve: cada protagonista tiene un lenguaje que lo identifica y desnuda, muchas veces a su pesar. Donde en Tolstoi todo tiende hacia la armonía y la razón, en Dostoievski, estas son categorías miserables, para cobardes temerosos de la libertad. En él lo que reina es la disonancia, de manera que el lector lo lee con la boca abierta, esperando ansioso lo que no ocurre casi nunca: que la disonancia se resuelva.
Con razón, diría la Sarita.