Mientras debatíamos sus exigencias para cantar en Chile, Cristina Gallardo-Domâs terminaba su triunfante rendición de «Madame Butterfly» en Nueva York. Cantó en todas las funciones, terminando extenuada. Parece que Anthony Minghella la esforzó tanto porque no concebía la ópera sin ella. ¿Por qué?
Primero, ¿qué llevó al director de «El paciente inglés» a dirigir esta ópera? Hijo de inmigrantes italianos, Minghella se crió en Inglaterra, escuchando las mejores grabaciones de Caruso y Di Stefano. Después se casó con Carolyn Choa, una bailarina de Hong Kong, hoy su coreógrafa. Si bien nunca había dirigido una ópera, no le faltaba ni pasión por el medio ni sensibilidad para entender las diferencias que afloran en el amor entre un occidental y una oriental.
Para Minghella, «Madame Butterfly» es una ópera muy trágica. Para demostrarlo, según él, hay que desfamiliarizarla, porque todo el mundo la conoce como una ópera «linda». Esto Minghella lo explica en un documental que daban en el Metropolitan antes de cada función. «No se dejen llevar por la música», les dice a los cantantes. «Piensen en la situación en que están en cada momento, como si no supieran qué les pasará después. Y, sobre todo, que el público no diga, al final, ‘qué lindo'».
A pesar del realismo que Minghella les pide a los intérpretes, él nos brinda a la vez un vasto arsenal de símbolos. Hay una doble visión de todo lo que ocurre: la visión japonesa de Butterfly y su entorno, y la norteamericana de Pinkerton. Entre esos dos ámbitos, hay una frontera prohibitiva: la del cerro detrás de la casa de Butterfly, un horizonte desde donde aparecen los indignados familiares japoneses, como un enemigo al ataque. Para acentuar la sensación de doblez, hay en el trasfondo un espejo inclinado que permite ver a cada personaje desde un segundo ángulo: una metáfora de la doble visión cultural, y también del hecho de que la ópera oscila entre un optimismo eufórico, el del amor ingenuo e irreal de Butterfly, representado por extravagantes juegos de luces, y un terrible pesimismo, que crece a medida que el escenario se depura hasta que queda nada más que la mínima casa de Butterfly. Otro elemento simbólico: la marioneta que representa al hijo, que a veces se parece a un feto, y que nos recalca lo dependientes y vulnerables que son los niños chicos, ante los caprichos de los adultos que los procrean y crían.
¿Por qué es esencial en todo esto Cristina Gallardo-Domâs? Porque actúa como los dioses, y modula su voz en consonancia con cada sutileza de su actuación. Cuando coquetea con Pinkerton se parece a una mariposa; aletea con sensualidad, como si no quisiera escaparse, sino ser atrapada. Cuando muere, sus alas se encogen. Mientras en vano espera a Pinkerton, la cara juguetona que lo sedujo se transforma en la de una mujer loca. Por algo Minghella dice que ella es tan buena actriz como cualquiera que él haya dirigido en el cine.
Una lástima para Chile, y también para ella, que no venga en 2007. Había mucha demanda por verla. Yo vi «Madame Butterfly» en Nueva York con un amigo chileno poco conocido por su despilfarro, que pagó nada menos que 500 dólares por entrada en el mercado negro. A diferencia de lo que dice ella, éste no es un caso de que «nadie es profeta en su tierra». ¡Alguien la está asesorando muy mal! El Municipal no puede anunciarla como la soprano más importante de Chile, y como el hito del año aniversario, simplemente porque sería ofender gratuitamente a demasiados artistas. Es una pena que esta gran estrella quiera lucirse no por sí misma, sino en desmedro de otros u otras.