El Mercurio, 18/10/2009
Opinión

El auriga inmóvil

Lucas Sierra I..

Suele hablarse de las dos almas de la Concertación. Son dos almas divididas frente al Estado y al mercado a la hora de la distribución y redistribución de los bienes. ¿Quién debe tener el papel protagónico? Un alma enfatiza uno, la otra el otro.

A propósito de esta dualidad, le oí hace un tiempo a Leonidas Montes recordar ese famoso mito «Fedro», de Platón, sobre la condición humana y su alma. Esta se representa como un carro tirado por dos caballos. Uno es bueno, dócil y bonito. El otro es malo, chúcaro y feo. Es tarea del cochero, del auriga, controlarlos y acompasarlos.

En la derecha también hay dos almas. Esta semana volvió a quedar en evidencia. Aquí la dualidad parece más complicada que en la Concertación. Después de todo, la de esta última no compromete cuestiones tan de principios como en la derecha. Ante la pregunta por más Estado o más mercado, se puede apelar a resultados, a experiencias mensurables, a criterios cuantificables. Hay aquí, por supuesto, cuestiones de principio envueltas, como el peso relativo entre individuo y colectividad, el valor del esfuerzo y la responsabilidad. Pero, junto a esto, se puede echar mano a un conjunto de datos que ayudan a racionalizar la discusión y acercar posiciones.

Pero las almas de la derecha están divididas sobre cuestiones básicamente normativas. No hay datos, magnitudes o cuantificación relevante que la auxilie. ¿Qué preferir: una cierta idea del embrión humano -harto ajena, por lo demás, a nuestra tradición constitucional y legislativa-, o la autonomía de las mujeres? ¿Cuán extensa, e intensamente, debe el Estado reconocer las decisiones de dos adultos a la luz de su orientación sexual? Sólo principios, normatividad pura y dura.

El documento «Acuerdo de vida en común», presentado esta semana por los senadores Allamand (RN) y Chadwick (UDI), agitó al carro de la derecha, poniendo en evidencia sus dos caballos. El punto fue la posibilidad de dar un cierto reconocimiento jurídico a las uniones homosexuales. Desde uno de los caballos esto se vio como el derrumbe definitivo de la sociedad cristiano-occidental. Esta dualidad de almas también se ha revelado frente a la píldora del día después y, en alguna medida, frente al aborto.

Un problema en la derecha, sin duda. En especial, si llega al Gobierno. No por el hecho de que haya posiciones encontradas de cara a cuestiones delicadas, como son éstas. Al contrario, estas diferencias pueden ser una fuente de vitalidad y dinamismo para una coalición política. Pero siempre que la tensión se administre bien, que el auriga mueva las riendas con la destreza que pedía Platón. Hasta ahora, aquí radica el problema del carro de la derecha: en el auriga. ¿Por qué?

Porque parece que Sebastián Piñera desconociera, o prefiriera ignorar, que sus caballos difieren sobre cuestiones de principio. Es decir, sobre cuestiones que exigen un lenguaje normativo, que apele a consideraciones de «deber ser», y no a uno descriptivo del «ser» de las cosas.

Frente a la pregunta por la posibilidad de que la píldora del día después esté a disposición del público, el auriga Piñera contesta que sí porque tiene la certeza de que no es abortiva. Muestra así una certeza que ni la propia ciencia tiene, pues hay estudios para los cuales la píldora impediría la implantación del óvulo fecundado, hipótesis que podría tener alguna plausibilidad mientras no sea refutada por pruebas hechas en seres humanos, algo que no se hace. Contestar así es, en el fondo, no contestar, pues el punto es la probabilidad de que fuera abortiva. El auriga suelta las riendas, dejando el carro a merced de los caballos.

Lo mismo pasó con la propuesta de uniones homosexuales. Ante el escándalo de uno de los caballos, él se limitó a decir que hay más de dos millones de chilenos que conviven sin estar casados, y que hay que preocuparse de ellos. Otra vez, contesta sin contestar, reemplazando consideraciones normativas por descriptivas. Suelta las riendas.

Quizás esta estrategia sirva para salir del paso, momentáneamente. Pero a un plazo más largo muestra un carro que galopa a merced de dos caballos profundamente discordes, con un cochero que, en lugar de darles las normas que las riendas exigen, les comenta hechos, soltándolas.

Vaya viaje corcoveado.