He estado, con un grupo de amigos, en el Festival de las Noches Blancas, en San Petersburgo.
La idea de ir era mía. Mis amigos frecuentan festivales de música como el de Salzburgo, donde la organización es perfecta. El festival ruso es caótico. Cambian el programa a última hora. Las funciones pueden ser muy impuntuales. Pero la desorganización es compensada por el hecho de que los artistas, bajo la conducción de Valery Gergiev, tocan, cantan y bailan con una pasión y una entrega que en Occidente ya no se ve. Es, por lo menos, lo que yo pienso. Si mis amigos no me encontraron la razón, no lo sabré nunca, porque son muy educados.
El primer día, el lunes 21, el del solsticio de verano, cuando el atardecer se funde con el amanecer, recibimos un e-mail advirtiéndonos que el programa para el día siguiente había cambiado. En vez del “Réquiem de Guerra”, de Britten, oiríamos un concierto para piano y orquesta de Dmitri Kabalevsky, y dos sinfonías corales de Shostakovich: la tercera, y la décimo tercera, la “Babi Yar”. El festival ofrecía reembolsarnos si no estábamos conformes.
Obvio que no pedimos reembolso: nadie toca música rusa como la orquesta del Mariinsky dirigida en su casa por Gergiev. Por eso nos sorprendimos cuando, al llegar, encontramos que el teatro estaba mitad vacío. ¿Sería que la gente estaba empeñada en oír sólo a Britten? Parecía improbable. Además, sabíamos que era imposible conseguir entradas. ¿Serían los rusos tan perversos como para cerrar la venta, con tanto espacio libre?
La explicación se la dieron a Alberto, un gran amigo español, que con su simpatía ibérica se comunica en San Petersburgo como nadie. Parece que Gergiev siempre supo que tocarían a Shostakovich. Lo de Britten no era sino una enorme mentira, largamente planificada, una mentira de sublimes dimensiones rusas. Es que Gergiev siempre quiso que hubiera poca gente. Quería grabar las sinfonías en alta definición, para lo cual necesitaba un sonido que, según él, sólo se da si la sala está mitad vacía. Eso lo conseguía anunciando un mero concierto de Britten.
La explicación puede ser apócrifa. Pero es plausible, y no hay otra que cubra todos los hechos. En San Petersburgo, Gergiev es un zar. Lo que él dice, va. Así es Rusia, donde las reglas son más débiles que las voluntades, y la voluntad del más fuerte es la que se impone.
Pero la de Gergiev es muy generosa. Los repentinos cambios que hace son para mejor. El jueves, para “Ana Karenina”, un ballet con música de Rodion Shchedrin, estaba anunciada una bailarina de cuyo nombre no puedo acordarme. Pero al llegar al teatro, supimos que la había reemplazado nadie menos que Ulyana Lopatkina, que algunos consideran la mejor bailarina de todos los tiempos.
Nunca me olvidaré de su Ana. La Lopatkina bailó con todo su cuerpo, claro, y con euforia cuando le demostraba su amor a Vronsky, su amante, pero a veces le bastaba bailar sólo con los ojos, como cuando es humillada en la ópera por tener un amante. Petrificada, baja largamente la mirada, para examinar el abismo en que ha caído.
El sábado la veríamos de nuevo, en una “Carmen Suite”, con música de Bizet y Shchedrin. A algunos no les gustó la idea de una rusa de gitana española, pero el ballet como género nunca aspiró a la fidelidad etnográfica. Además, esta Carmen es la fantasía española de un francés y de un ruso. Lo impactante es justamente ver cómo la Lopatkina fusiona la gitana del Cáucaso con la española.
Lo sabe el lector de Tolstoy cuando, después de una caza, baila Natacha en “La guerra y la paz”: una mujer es rusa de verdad sólo cuando baila como gitana. El baile de Natacha, o de Lopatkina, fue como el festival: espontáneo e impredecible, sensual e insondable, pero siempre conmovedor.