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El camino intermedio

Juan Luis Ossa S..

El camino intermedio

La plurinacionalidad, el pluralismo jurídico, el bicameralismo asimétrico y el Estado regional son todas cuestiones que se apartan de nuestra cultura política, la cual, si bien dinámica y cambiante, contiene algunos pilares relativamente intocados desde al menos la década de 1820.

Una de las principales críticas que recibió la propuesta de la Convención recientemente rechazada es que sus autores no habrían sido respetuosos ni deferentes con la “tradición constitucional chilena”, optando más bien por llevar a cabo una “refundación” de la institucionalidad conocida mediante una “hoja en blanco”. La deferencia puede analizarse tanto concreta como simbólicamente, y en ambos casos los convencionales efectivamente estuvieron al debe.

Lo primero, pues experimentaron con normas ajenas a la realidad histórica del país. La plurinacionalidad, el pluralismo jurídico, el bicameralismo asimétrico y el Estado regional son todas cuestiones que se apartan de nuestra cultura política, la cual, si bien dinámica y cambiante, contiene algunos pilares relativamente intocados desde al menos la década de 1820.

Lo segundo, porque la mayoría de los procesos constituyentes en Chile -en especial los de 1828, 1833 y 1925- siguieron un recorrido más consensual que rupturista, más moderado que radical. Gracias a ello, sus contenidos se legitimaron simbólica y factualmente a lo largo del tiempo.

Veamos.

En la Carta de 1828 se encuentra una solución intermedia (es decir, no extrema) al complejo problema de la división territorial: con el fin de responder a las demandas administrativas, económicas, judiciales y fiscales de las distintas zonas en las que estaba conformado el naciente país, los constituyentes de ese año se decidieron por un Estado unitario, pero dividido en ocho provincias con sus respectivas asambleas. Dicha salida buscó poner coto al federalismo extremo del período inmediatamente anterior, aunque sin desconocer el valor de la descentralización.

Otro tanto puede decirse de la siempre tirante relación entre la Iglesia y el Estado: aun cuando la Constitución sostiene que la religión de Chile era la “Católica Apostólica Romana”, el hecho de que no se prohibiera el ejercicio “privado” de otros credos sirvió para que, con el paso del tiempo, los protestantes fueran integrándose a la sociedad local.

La Ley Fundamental de 1833, por su parte, fue pensada como una “reforma” de su antecesora por sus autores, quienes aceptaron e incluyeron en su articulado las herencias del pasado. Así, en la década de 1870 -y sin incurrir en un quiebre institucional- fue posible introducir importantes cambios a la Constitución a través de una apelación directa a los principios que habían sido consensuados durante los años veinte del siglo XIX.

Y si bien la Carta del 25 fue el resultado de un verdadero terremoto político, tanto en su redacción como en su contenido se aprecian, otra vez, soluciones intermedias o reformistas antes que maximalistas o revolucionarias. El texto, en efecto, sobresale por su simpleza, por su laxitud y porque gobiernos de muy distinto signo (como los de Jorge Alessandri y Eduardo Frei Montalva) pudieron desplegar sus programas bajo su influencia conceptual.

No podemos decir lo mismo, sin embargo, del origen de la Constitución de 1980, como tampoco de la fallida propuesta de la Convención: en ambos casos -aunque por razones ideológicas opuestas- primó la arrogancia y no el diálogo racional. ¿Qué camino seguiremos ahora que nos aprestamos a retomar la discusión constituyente? ¿El de la refundación o el de las soluciones intermedias? ¿Seremos capaces de redactar una Constitución que sea deferente con nuestra historia, pero que al mismo tiempo tenga un pie firme en las urgencias del siglo XXI? De las respuestas que demos a estas interrogantes depende, me parece, el destino de los próximos meses.