El Mercurio, 26/3/2010
Opinión

El campanario de Chépica

David Gallagher.

Barcos varados tierra adentro, autos sumergidos bajo el agua: son escenas que provocan angustia, porque confunden los elementos y subvierten concepciones profundas que tenemos del lugar que les corresponde a las cosas. Así son los terremotos y los maremotos. Nos trastornan el orden natural y social que tomábamos por sentado. Si un barco, fabricado para pescar, aparece en un potrero, es que hemos perdido el control, pensamos. Es que el mundo al que estábamos acostumbrados ya no existe. Es lo que sentimos. Es lo que yo siento mientras recorro la plaza de Chépica.

Es muy sencilla la plaza. Sus construcciones decimonónicas, de líneas rectas y ángulos rectos, tienen esa simplicidad castiza que les da a los pueblos de Colchagua su nobleza. En una esquina, la parroquia de San Antonio de Padua. Fue construida en 1825. Con el terremoto, se cayó la nave entera. Donde la gente se arrodillaba, ahora circulan camiones. Pero queda en pie el campanario, que se yergue solo, como en una pintura surrealista. Un campanario precario, cuyas campanas convocan a los fieles a una nave que ya no está, en una plaza cuyos otros edificios siguen casi todos en pie, pero torcidos y despedazados.

La angustia que provoca la escena tiene que ver no sólo con ese terror primigenio que nos da la pérdida del orden elemental de las cosas. Para los chepicanos, aunque en su reciedumbre no lo demuestren, tiene que ver también con la pérdida de una identidad, la que los unía entre ellos y la que, para que no se sintieran huérfanos, los unía a sus antepasados. Es que no sólo eran la parroquia y la plaza el corazón de la comuna. En Chile, la identidad de la gente de campo está reflejada en esas líneas simples de adobe blanco. No sólo las de las iglesias y las casonas, sino también las de las casas bajas de las calles más modestas y las de esos caseríos acampados, donde la gente vive con poco dinero pero con no poca dignidad.

Chépica cuenta, felizmente, en Rebeca Cofré, con una alcaldesa eficiente. Después del terremoto tuvo la prestancia de comprar mucha madera, con lo que tiene instalada una fábrica de mediaguas, para las 500 familias que perdieron sus viviendas. Pero, ¿después qué? ¿Cómo hacer para recuperar el patrimonio? ¿Vale la pena intentarlo? La alcaldesa con sus chepicanos necesitan mucha ayuda, no sólo ayuda monetaria, sino ayuda intelectual, de gente con visión de lo que está en juego. Necesitan, como tantas otras comunas de Chile, sentirse acompañados, por el Gobierno y por el país.

Algunos dirían que es absurdo aferrarse al pasado, que una comuna chica como esa tendría que adaptarse, que la identidad perdida involucra nada más que un dolor pasajero. Pero no se trata sólo de Chépica, sino de incontables otras comunas colchagüinas, para no hablar de las del Maule y del Biobío. Y la identidad perdida no es sólo de quienes viven allí. ¿Por qué ha cundido tanto el turismo en Colchagua? ¿Por qué ha sido tan exitosa la ruta del vino? Porque también la gente de Santiago necesita soñar con la vida de campo que esa arquitectura derrumbada encarnaba.

Es un sueño que quedaría destruido para siempre si las casas bajas de las plazas fueran reemplazadas por edificios, y los caseríos de adobe por viviendas sociales santiaguinas. Por eso necesitamos con urgencia un plan para rescatar el patrimonio. Uno que incluya muchas cosas: una visión de conjunto, una nueva ley de donaciones, planes reguladores regionales y comunales con mirada estética y ecológica, e instancias que acojan e implementen las ideas que circulan para combinar el adobe con otros materiales más seguros.

Es para convocarnos a ese esfuerzo que hoy doblan las campanas de Chépica.