El Mercurio, 25/7/2010
Opinión

El desafío de las iglesias

Lucas Sierra I..

Las solicitudes de indulto hechas por la Iglesia Católica y por las Iglesias Evangélicas plantean una cuestión difícil. No se trata de que se amenace la separación que debe haber entre el Estado y las iglesias. Estas, como cualquier persona o grupo, tienen el derecho a hacer peticiones a la autoridad. Y eso es, precisamente, lo que han hecho. Tampoco se trata de que no se pueda revisar el efecto de las condenas judiciales. La posibilidad de hacer esta revisión es antigua y está enraizada en nuestra cultura jurídica. La decisión de una comunidad política, en el sentido de tipificar conductas asociándoles una pena con determinados efectos, no es una decisión intangible. Esa comunidad política puede revisarla después. Hay mejores y peores mecanismos para hacer la revisión, y sobre ellos podemos discutir. Así, por ejemplo, el mecanismo del indulto no es de los mejores: su lógica monárquica es refractaria a un orden republicano de poderes relativamente autónomos. Pero la posibilidad de revisión parece indiscutible. Y ni siquiera se trata del caso -harto delicado- de los violadores de derechos humanos. ¿Se incluyen? Tienen una diferencia importante con los delincuentes comunes: en lugar de haber actuado como éstos, al margen y escabulléndose del Estado, se sirvieron de sus medios y contaron con su complicidad. Esto agudizó gravemente la asimetría que suele haber entre víctima y victimario. ¿Justifica esa asimetría su exclusión? Lo más difícil, sin embargo, tiene que ver con la prueba que la solicitud de las iglesias pone al lenguaje con que se debe hablar desde el Estado. Este debe ser un lenguaje público y secular, que evite al máximo las evocaciones al carácter privado de las personas, a la divinidad y a la trascendencia. ¿Por qué? Porque un lenguaje así es más compatible con el hecho del pluralismo. Porque es inclusivo: no deja a nadie afuera, cualquiera sea su idea de la vida y su sentido, en este mundo y más allá de él. Y es garantía de responsabilidad: radica las cuestiones del poder entre todos nosotros, no en algunos y tampoco fuera de nosotros. El lenguaje usado por las iglesias no es propio del Estado, y no tendría por qué serlo. Ellas hablan de clemencia, misericordia y perdón. ¿Cabe al Estado perdonar? ¿Debe ser clemente y misericordioso? El perdón es una cuestión personal: debe darlo la víctima. Puede ser individual o colectivo, cuando las víctimas son más de una, pero no parece poder ser público, como es el carácter de los actos del Estado. A menos, claro, que asumamos que el mal infligido a una persona ha sido infligido a todos y cada uno de sus conciudadanos. Una metáfora bonita, pero forzada. No es raro, entonces, que las figuras del indulto y amnistía no se vinculen al perdón. El indulto significa gracia, permiso. La amnistía, olvido. ¿Y deben ser clementes las autoridades públicas? Deberían ser justas, más bien. Con su clásica agudeza, el Código Civil refleja esto al guiar la interpretación que los jueces hacen de la ley: «Lo favorable u odioso de una disposición no se tomará en cuenta para ampliar o restringir su interpretación». Esto, pues al interior del Estado la clemencia se acerca a la arbitrariedad. Lo mismo con la misericordia. Parece mejor que el Estado sea justo y equitativo, antes que misericordioso. ¿Es misericordia lo que justifica impuestos diferenciados, de tal manera que los ricos paguen más que los pobres? ¿Es compasión hacia estos últimos o es un ejercicio de racionalidad moral? Este gobierno no ha sido siempre cuidadoso con su lenguaje, en el sentido de preservar su carácter público. Muchas referencias al carácter privado de las personas que lo integran, al hecho de que son «de excelencia»; y otras tantas evocaciones a la divinidad y a la trascendencia. La solicitud de las iglesias le plantea el desafío y la oportunidad de usar un lenguaje de Estado para justificar su decisión. Un desafío sutil, pero de enorme valor simbólico. Ojalá sea una justificación genuinamente pública. Y no teología política.