Nadie es exactamente como otro lo ve, y a veces es muy distinto. Es el tema de las «comedias de errores» del teatro clásico.
Las más profundas son las de Shakespeare. En su «Noche de Reyes», montada este verano por un elenco ruso en Santiago a Mil, se producen tortuosas confusiones de identidad por un accidente de similitud: Sebastián y Viola son mellizos. Viola, segura de que Sebastián murió en un naufragio, se disfraza de hombre para poder servir a Orsino, un duque que le fascina. Orsino, creyendo que ella se llama Cesario, la/lo envía como emisario de amor a Olivia, una belleza que no ha querido ceder a sus súplicas. Olivia le reafirma a Cesario/Viola su rechazo del duque, pero no por frígida: se enamora de Cesario. Él/ella la rechaza, pero sin poder decirle la razón. Cuando aparece Sebastián, Olivia, sin optimismo, le declara su amor y, para su sorpresa, es correspondido. Sebastián no sabe qué ha hecho para merecerlo. «Si esto es soñar, quiero seguir durmiendo», se dice.
En «Noche de Reyes», los errores de percepción no sólo se dan porque los protagonistas se disfrazan, sino también por trastornos en la mente del que ve. El alcohol, como el amor, nos altera la vista, y en la obra hay personajes que se emborrachan mucho. Los actores rusos los representaron con despliegues de borrachera metafísica, de ésas que se ven sólo en las estepas. También nos altera la vista la vanidad. Malvolio, el sirviente de Olivia, es creído y arribista, y por eso cae cuando unos bromistas le dicen que su patrona está enamorada de él.
En estas obras los errores de los protagonistas son presentados con ironía dramática: los cometen ellos, pero nosotros, los espectadores, conocemos la verdad. Intuimos que todos terminarán con las parejas que les corresponden. Pero, a pesar de saber qué hay detrás de cada disfraz y de cada engaño, a pesar, incluso, de intuir el desenlace, vemos la obra absortos, en un estado de profundo suspenso. ¿Por qué?
Es que no hay drama humano, fuera de la muerte, tan tremendo como el error, la ignorancia. Fuimos hechos para tratar de saber -para eso están nuestros sentidos y nuestra mente-, pero nunca logramos saber sino un poco. Por eso sentimos angustia y compasión por estos protagonistas cuando se equivocan. Nos dan ganas, como Don Quijote, de subirnos al escenario, para corregir sus errores. ¡Tan insoportables nos son el engaño y la ignorancia! Más aún si involucran el amor. Lo sabe cualquier celoso. Lo sabe el Otelo de Shakespeare, torturado por el abismo que separa lo poco que conoce de lo mucho que sospecha. Lo sabe Viola. Cuando Olivia se enamora de ella, se avergüenza de haberse disfrazado.
Tal vez incluso sintamos más suspenso en una obra cuando intuimos el desenlace que cuando lo ignoramos del todo. Es que, si bien sufrimos de una curiosidad voraz, no es por cualquier cosa. Discriminamos. Buscamos lo interesante, y nos concentramos más si sabemos que lo que acontecerá lo será. En cambio, nos distraemos cuando pensamos que podría ocurrir cualquier cosa, por el riesgo justamente de que no sea interesante. Por otro lado, si sabemos más que los propios protagonistas, sentimos por un rato una grata superioridad, hasta darnos cuenta, claro, de que ellos no son sino nuestro propio reflejo. Finalmente, cuando intuimos un desenlace, sentimos angustia hasta que se dé, por la forma misma en que estamos configurados como personas: para un comienzo, un medio y un fin. En el teatro vemos un eco del relato en que nosotros mismos estamos insertos, aquel en que nosotros somos los héroes, y necesitamos que su desarrollo se confirme.