Los novelistas más oportunistas del «boom» latinoamericano, como García Márquez y Cortázar, llegaron hasta a rehuir a Cabrera Infante.
¿Quién dejó una obra más duradera: Nicolás I o Pushkin? ¿Napoleón III o Víctor Hugo? ¿Perón o Borges? Son casos de grandes escritores que se opusieron a sus jefes de Estado, y que fueron perseguidos por ellos. Podemos discutir sobre quién tenía la razón política. Pero en todos los casos queda claro, creo yo, que una gran obra literaria nos aporta más que los actos pasajeros del político de turno.
Me lo digo ahora para consolarme de la muerte de Guillermo Cabrera Infante. Murió en Londres tras 40 años de exilio allí. Fue uno de los escritores más originales que hayan escrito en castellano, pero en su propio país, el Estado lo convirtió en «no persona»: la prensa cubana ignoró hasta su muerte. Sólo porque se opuso a Fidel Castro.
En diciembre de 1989, en la casa de Guillermo en Londres, en su casa atiborrada de libros y de películas en que tantas veces tuve el privilegio de estar expuesto al humor, a la agudeza, al genio de Guillermo, veíamos en la televisión la caída de Ceausescu. El déspota rumano había salido como siempre al balcón a embrujar a su sufrido pueblo, pero esta vez, en vez de vitorearlo, le gritaron «abajo el tirano». Era la época en que los dictadores comunistas caían como moscas, y con Guillermo nos preguntamos cuántos meses más duraría Castro, «el único hombre libre en Cuba», como decía él. ¿En cuántos meses más los demás cubanos conocerían la libertad?
Castro no cayó, y como diría Cabrera Infante, Cuba sigue con Castroenteritis. Inversionistas extranjeros oportunistas y turistas en busca de playas tropicales baratas reemplazaron el subsidio soviético y salvaron a Castro. Guillermo murió sin poder volver a su país. Pero Castro caerá o morirá algún día, mientras que la obra de Cabrera Infante no morirá. Cuando Castro, muerto o vivo, corra la suerte de todos los dictadores, y empiecen a desmenuzar los casi 50 años de infierno en que ha tenido sumida a su isla-cárcel, la obra de Cabrera Infante estará floreciendo como nunca.
Conocí a Guillermo poco después de que comenzara su exilio en Londres. Con él aprendí lo repugnante que es el exilio como política de Estado. El exilio en esa época era atroz para un cubano. Cuba estaba de moda, y criticar al dueño de la isla era un terrible pecado de incorrección política. Criticar a Castro significaba perder acceso a las suculentas invitaciones que él hacía a La Habana, donde gurús como Sartre terminaban convencidos de que el sol, las playas, el ron y las mulatas eran conquistas del socialismo. Por eso mismo, era desventajoso alabar la obra de Cabrera Infante. Los novelistas más oportunistas del «boom» latinoamericano, como García Márquez y Cortázar, llegaron hasta a rehuirlo. Felizmente, no todos eran así: el apoyo moral de un Vargas Llosa o un Jorge Edwards ayudó a darle ganas de vivir. Pero lo increíble es que, por razones políticas, su obra hasta ahora es mucho menos valorada y conocida de lo que se merece.
Había una gran mujer detrás de este gran hombre. Se llama Miriam Gómez. Se casó con él en 1961, y en 1965 abandonó su carrera de actriz para acompañar a Guillermo en su exilio. Era de las parejas más unidas que he conocido. Cuando uno viene de un país totalitario, es duro y doloroso insistir en ser libre y auténtico, y sin Miriam Gómez, Cabrera Infante habría estallado mortalmente de dolor y de soledad, en cualquier momento de esos 40 años de exilio.
Yo soñaba con un regreso triunfal de Cabrera Infante a una Cuba emancipada. Ahora sueño con que algún día pueda volver su viuda Miriam, en representación de él y de su gran obra.