El Mercurio, 9/4/2010
Opinión

El fin de las cosas

David Gallagher.

El Festival Musical de Semana Santa de Salzburgo ha estado dando cada año una ópera del “Anillo del Nibelungo”, la tetralogía de Wagner. Este año tocaba la última, “El crepúsculo de los dioses”, y Simon Rattle, el director musical, decidió que el tema de todo el programa de cuatro días sería el del fin de las cosas: el fin en todos los sentidos, sea que se dé porque terminó un ciclo, porque se extinguió un amor, o porque, con alguna de sus infinitas caras, llegó arrasando la muerte. Por eso, durante los otros tres días, para complementar a Wagner, dieron la “Sinfonía fantástica” de Berlioz, el “Réquiem” de Verdi, y la “Pasión según San Mateo” de Bach.

Una terapia dura para el público del Festival, que nadie podría tildar de juvenil, esta de recordarles, con cada sesión, el fin. Y una provocación al destino, que casi tuvo un desenlace fatal, porque este año el mismo Festival casi llegó a su fin. Hubo un escandaloso desfalco, y por falta de pago, según dicen, Rattle y la Filarmónica de Berlín casi abandonaron Salzburgo por Baden-Baden. Si no hubiera intervenido Eliette, la viuda de Herbert von Karajan, el fundador del Festival, con una generosa donación, se habría acabado una de las instituciones más prestigiosas de Europa.

La “Pasión según San Mateo” fue dada con una coreografía del director de teatro americano Peter Sellars. Los solistas cantaban, y a la vez oficiaban de Jesús, María, Pedro, Poncio Pilato o Judas. El coro no sólo relataba la Pasión: participaba en ella, ya sea como la masa que prefiere liberar a Barrabás o como los discípulos de Jesús, perplejos tras su muerte. Sellars le dio, entonces, a la Pasión, una interesante doble lectura. Por un lado, la del cristiano que, tras leer a los padres de la Iglesia, sabe por qué la vida de Jesús tiene que terminar así. Por otro lado, la de aquellos que, sin siquiera saber todavía que ellos mismos son los primeros cristianos, tienen que hacerse cargo de la muerte de Jesús en el momento en que ocurre. No entienden cómo se dio, no entienden cómo fue que todo se acabó, y apenas tienen respuestas para las incontables preguntas que les surgen. Éstas no están en el texto que ocupó Bach, pero sí en las caras de los cantantes del coro, que en la coreografía de Sellars se desplazan confusos por el escenario. ¿Si Jesús podía resucitar a Lázaro, por qué se dejó morir? ¿Si su Padre es omnipotente, por qué no lo salvó? ¿En cuanto a nosotros, ahora, estamos redimidos del pecado original?

En el mundo más bien pagano de “El crepúsculo de los dioses”, el pecado original es cometido no por un ser humano, sino por un dios. Como el del humano, es un pecado de insatisfacción. Incapaz de estar contento con lo que tiene, el dios Wotan, nada más que para satisfacer sus caprichos, comete el pecado que detonará a todos los demás: rompe con las reglas que él mismo ha creado, olvidándose que él es omnipotente sólo en la medida en que se ciñe a ellas. Al romperlas, siembra el caos, la injusticia y el dolor que hay en la tierra. Solo Brünnhilde, su hija, a quien por desobediente él ha privado de su divinidad, es capaz de redimir el mundo, porque, a diferencia de su padre, es desinteresada: no conoce la codicia que lo condujo a infringir su propia ley, y no tiene problemas en devolverle el anillo al Rin.

Cuando las cosas llegan a su fin tenemos emociones encontradas, de dulce y agraz. Sabemos que los fines dan cabida a nuevos comienzos, como en la ópera de Wagner y, más aun, en la Pasión, y eso nos alegra. Pero a la vez sabemos que el fin es el fin. No cabe duda alguna que lo sabía el poco juvenil público de Salzburgo, cuando oía ese tajante Réquiem que es el de Verdi.