El Mercurio, 27/1/2012
Opinión

El invierno egipcio

David Gallagher.

Hace un año, en pleno invierno, estalló la revolución egipcia en la Plaza Tahrir. Convocada desde los medios sociales, en un país en que sólo una minoría tiene acceso al internet, fue una revolución no de masas sino de clase media. Una revolución idealista, que pedía democracia, justicia y libertad. En solo 18 días, provocó la caída del dictador, Hosni Mubarak.

¿Qué más ha logrado desde entonces? Menos de lo que los manifestantes esperaban. En un país de institucionalidad débil, sin prensa libre, no es sorprendente que hayan incurrido, hace un año, en la ingenuidad de creer que con la caída de Mubarak, todo iba a mejorar. Increíblemente, los egipcios no percibían que estaban sometidos no sólo a la dictadura de un individuo, sino que a un férreo régimen militar, uno que se había instalado nada menos que en 1952. Y ese régimen sigue allí. El país actualmente es gobernado por el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas, presidido por el general Tantaui, ex ministro de Defensa de Mubarak. Es probable que Mubarak sea condenado, si no a muerte, a presidio perpetuo. Pero él es en gran parte un chivo expiatorio: los que mandan son los militares de siempre. ¡Militares geniales! Tanto es lo que se han hecho querer por sus hazañas en las guerras contra Israel, que la gente los vitoreó cuando cayó Mubarak, a pesar de haber estado ellos detrás de él. Estos militares han tenido la astucia, desde 1952, de darles el poder a dictadores individuales, para que los egipcios se crean gobernados solo por ellos.

Mientras reinaban Gamal Abdel Nasser (1952-1970), Anwar Sadat (1970-1981) y Hosni Mubarak (1981-2011), los militares, para callado, se compensaban por su heroísmo bélico. La red de negocios que han acumulado en este tiempo no es cuantificable, porque sus números son un secreto de estado, pero se estima que se trata de entre un cuarto y un tercio del PIB. Producen cemento, pollos, leche, armas, pan, vehículos, combustibles, servicios navieros y de tintorería. Son dueños de inmensos territorios, con los que se dedican a negocios inmobiliarios, y como constructores son imbatibles, porque sus conscriptos trabajan casi gratis. Con los flujos de estas empresas, financian su inmensa red de clubes y resorts propios.

Este lunes se inauguró el recién elegido parlamento egipcio. La Hermandad Musulmana y los Salafi tienen juntos el 70 por ciento de los escaños. Estos islamistas, con sus imponentes barbas, y sus moretones en la frente de tanto pegarla en el suelo al rezar, inspiran angustia en los liberales y cristianos de Egipto. Para consolidarse en el poder, han disfrutado este año de un acuerdo tácito con los militares. Pero es probable que tarde o temprano los islamistas y los militares entren en pugna.

Se sabe dónde empiezan las revoluciones pero no dónde terminan. Tengo amigos liberales que siguen los avatares de la «primavera árabe» desde la comodidad de Occidente, que creen que cuando cae una dictadura, la sociedad civil, por evolución espontánea, encuentra por sí sola un equilibrio óptimo de democracia, justicia y libertad. Desgraciadamente las evoluciones espontáneas se truncan cuando en un país las únicas instituciones significativas son por su naturaleza autocráticas.

Descansando una en sus tanques, y la otra en la palabra de Dios (y el dinero que recibe de Arabia Saudita, Qatar e Irán), las dos pretenden imponer su voluntad, piensen lo que piensen en la Plaza Tahrir. En el mejor de los casos, Egipto, a pesar de sus 5.000 años de historia, se ha convertido en un mero proyecto de país, una suerte de país en ciernes. En el pleno invierno actual, nadie sabe qué va a deparar la primavera. Pensando también en Irán o Yemen, eso promete un año desafiante en la región.