El Mercurio, 31 de octubre de 2014
Opinión

El laberinto que es Londres

David Gallagher.

Me han pedido dar una charla sobre Londres, por lo que me he detenido a pensar en esa ciudad. Fue difícil decir que no, porque siento mucho apego por ella. En este momento, Londres está en un tremendo apogeo. En muchos aspectos se ha convertido en la capital de Europa, un polo de atracción para jóvenes europeos en busca de oportunidades. Pero no siempre ha sido así.

Estuve en Londres por primera vez en 1951, cuando tenía seis años. Para un niño era difícil entender las penurias que había. La comida estaba racionada, y por todos lados había sitios baldíos, con nada más que los escombros dejados por las bombas. Poco a poco la situación mejoró. El nivel de vida subió y empezó la reconstrucción. En 1959, Harold Macmillan, un Primer Ministro conservador, fue reelegido con el lema «nunca has estado mejor».

Pero en 1964 volvieron los laboristas. Por unos 15 años, el país cayó en las garras de los sindicatos, que lo paralizaban con huelgas infinitas, y del fisco, con su impuesto marginal a la renta del 95 por ciento. Fue cuando George Harrison compuso su canción «Taxman», en que el recaudador de impuestos epónimo repite, con soberbia, «uno para ti y diecinueve para mí». Y advierte: «si manejas un auto, gravaré la calle/ si tratas de sentarte, gravaré la silla/ si tienes frío,/ gravaré el calor/ si quieres caminar, te gravaré los pies». No ha de sorprenderse que hordas de ingleses jóvenes emigraran.

Claro que no todo estaba mal. Había, justamente, los Beatles y los Rolling Stones. La modista Mary Quant achicaba todos los años las polleras. Estábamos en los imbatibles años sesenta y setenta, en que Londres fue un hervidero de cultura, y de estilo. Y en 1979 llegó Margaret Thatcher a bajar los impuestos y a desregular una ciudad que el Estado había acogotado. Llegó a devolverle sus antiguas libertades.

Es que en Londres el Estado siempre había encontrado resistencias. Cuando conquistó Inglaterra en 1066, Guillermo I, el rey normando, tuvo que reconocerles a los londinenses un conjunto de derechos ciudadanos que habían adquirido desde los tiempos de los romanos. Derechos que contribuyeron a que Londres fuera siempre una ciudad muy poco planificada, un laberinto de calles y callejuelas tortuosamente curvas. En 1666 se quemó una buena parte de la ciudad. Dos prestigiosos artistas, John Evelyn y Christopher Wren, diseñaron planos para un Londres más lógico. Pero eran irrealizables. Los londinenses se plantaron frente a sus sitios incendiados y nadie se animó a expropiarlos. Lo mismo pasó en 1945, después de los bombardeos, cuando los urbanistas creían que al fin iban a poder crear una ciudad basada en la racionalidad.

La verdad es que Londres tiene lo que Hayek llama un «orden espontáneo»: es «el resultado de acciones humanas, pero no de diseño humano». En eso está su encanto. Y en eso se parece a otras instituciones inglesas, como el derecho consuetudinario, y el idioma mismo, rico y sutil por haber sido creado por todos los ingleses, sin que los guiara o limitara una Academia.

Londres es, también, cosmopolita y multiétnico. Hoy los «británicos blancos» son menos del 50 por ciento. A no todos los ingleses les gusta eso; tampoco que Londres sea, por razones fiscales, la capital de los billonarios. Se han disparado las viviendas, y eso ha obligado a muchos ingleses a moverse a barrios que antes eran pobres. Pero los han levantado, y ahora están entre los barrios más entretenidos. El desafío es que esta tendencia no se exagere. Sería fatal que no tuviera dónde vivir la gente creativa que hace de Londres la gran capital mundial que es, y que, en consecuencia, Londres se aburguesara. Sería un triste desenlace para una ciudad que, por el momento, la lleva.