El Mercurio, viernes 28 de mayo de 2004.
Opinión

El lobo solitario

David Gallagher.

La victimización de un individuo por la sociedad sirve también para unirla: eso lo saben los gobiernos totalitarios.

Parece haber un bajo instinto humano que hace que una turba se excite al presenciar el castigo de un individuo. Es la excitación de la turba romana al ver morir a un cristiano en las garras del león, o la de la jacobina frente a la guillotina. Es la turba de fariseos a punto de apedrear a María Magdalena.

¿A qué se debe este sadismo colectivo? ¿Al placer que da ser beneficiado por tal disparidad de fuerzas? ¿Al alivio de no ser la víctima? Ésta puede ser un reo que ha cometido un crimen horrible, pero, aun así, todos saben que hay algo fortuito en el hecho de que sólo él haya sido acusado. ¿O se debe a que cuando condenan a otro nos sentimos absueltos? Debería ser al revés, ya que al tirar piedras deberíamos sentir un remezón de conciencia.

La victimización de un individuo por la sociedad sirve también para unirla: eso lo saben los gobiernos totalitarios, con sus ejecuciones públicas de los «enemigos del pueblo». El valor terapéutico del odio colectivo es explorado por George Orwell en su novela «1984». Todos los días el Hermano Grande organiza un evento conocido como «Dos minutos de odio». Un enemigo del pueblo es mostrado en una pantalla gigante. Las indignadas masas se desahogan profiriéndole su odio irrestricto.

Me acordé de esa escena mientras veía la extraordinaria versión de «Peter Grimes» que se da en el Municipal. La ópera de Britten y «1984» fueron concebidos hace unos 60 años por dos ingleses de izquierda, que habían apoyado a la República española, pero que veían que la izquierda europea se volcaba hacia un peligroso colectivismo, uno que amenazaba un valor muy inglés: el de la libertad del individuo. El corazón de Britten y de Orwell estaba más con el individuo que con las turbas colectivistas, cosa que se aprecia en «Peter Grimes».

El héroe o antihéroe epónimo de Britten es un pescador de sino solitario. En el pueblo en que vive, lo creen raro. Él también se siente distinto. Sólo tiene dos amigos: Balstrode y Ellen. Con Ellen se quisiera casar, para poder algún día tener familia y ser más normal. Pero cuando muere un joven aprendiz de Grimes, el pueblo supone que él lo mató, y sale a buscarlo con sanguinario fervor vengativo. Grimes no tiene más remedio que seguir el consejo de Balstrode: ahogarse.

«Peter Grimes» no es una obra maniquea que, simplemente, opone un pueblo vengativo a un individuo inocente. Es una obra compleja, enigmática, y allí está su fuerza. Hay duda de si Grimes es inocente: ya se le había muerto un aprendiz anterior. El pueblo, por su lado, no es tan malo. El drama de Grimes es que ni él entiende lo que le pasa. Es un hombre conducido más por el destino que por decisiones propias. Sin saber por qué, se siente más cómodo en alta mar, en plena tormenta, que cuando llega a puerto, que es donde se enfrenta con su verdadera tormenta: la gente.
Hay una dimensión cósmica de la ópera, que parece decir que todo lo que ocurre en ella es, a la vez, inevitable e inexplicable. La naturaleza, a veces, genera un lobo solitario, cuyo destino es ser rechazado por los demás. ¿Por qué? Porque sí. A veces es un genio, a veces es tonto; a veces es bueno, a veces malo. Las sociedades más primitivas, como la del pueblito que enfrenta Grimes, lo rechazan. Peor aún, lo rechazan con placer. La música de Britten lo recalca, cuando el pueblo, con ávida pasión justiciera, grita «Peter Grimes, Peter Grimes», mientras lo busca para lincharlo. En ese momento, como en muchos otros, el elenco del Municipal, dirigido con maestría por Jan Latham Koenig, logra lo que, según Nabokov, es la prueba de toda gran obra: ponernos los pelos de la nuca de punta.