El Mercurio, lunes 17 de enero de 2005.
Opinión

El mar y la reforma

Lucas Sierra I..

Un robo en una caleta abre sorpresas institucionales.

Converso con dos pescadores en una caleta al norte de la Octava Región. Son marido y mujer. Él es un hombre fuerte, algo retraído y analfabeto. Ella es una mujer ágil, de palabra rápida y mirada aguda, es letrada y lleva los números del negocio. Es tarde y me cuentan una historia. El mar y el cielo, ambos agobiadoramente inmensos, se aplanan sobre el horizonte. El viento sur, que durante todo el día no dio respiro, es ahora una brisa hospitalaria. Sólo oigo las voces de los pescadores, habladas desde sus formas tan distintas de ser. La historia empieza con un hecho infausto.

El 24 de diciembre pasado, en la noche, les robaron su capital más preciado: el motor fuera de borda de su único bote. Como todas las noches, lo dejaron amarrado en la boca del río, que aquí llega al mar. Al día siguiente, como todos los amaneceres, volvieron para embarcarse. Pero el bote no estaba en su lugar. Flotaba errante por la boca, a la deriva. El motor había desaparecido. Quedaron paralizados.

Alguna vez había pasado algo parecido por aquí, me aclaran, pero hace tiempo, y los afectados fueron otros. El robo llamó la atención en este lugar pequeño y apartado, donde todos se conocen con todos. Debieron ser afuerinos, fue la conclusión inmediata, probablemente del pueblo más cer-cano. Tienen algunas sospechas más concretas.

Contado este desgraciado hecho inicial, todavía con una mezcla de sorpresa y rabia, el relato de los pescadores adoptó el tono resignado de una letanía para describir sus consecuencias institucionales. Vino lo de siempre, me dijeron: esperar la única micro y recorrer los varios kilómetros de mal camino que los separan del retén más próximo, para hacer la denuncia. Ahí, pensé yo mientras hablaban, el asunto pasó a ser, con burocrática y esmerada caligrafía, uno más de una lista condenada a la desesperanza. Pero en este punto, el relato de los pescadores hizo un nuevo giro.

El tono de letanía fue reemplazado por uno de entusiasmo. Los carabineros los dejaron citados para un par de semanas después en la ciudad de Quirihue, me contaron, pero el lugar ya no era el mismo juzgado de siempre, sino la fiscalía del Ministerio Público. Poco y nada habían oído de ella. Llegada la fecha, tuvieron una nueva sorpresa: fueron recibidos por un abogado -una mujer joven, precisaron-, que tomó nota del caso y ordenó a la policía investigar en el sentido de las sospechas. Todo fue expedito, concluyeron.

Esto había pasado el día de nuestra conversación y el relato llegaba a su fin. Estaban cansados del viaje. La mujer hizo algunas reflexiones finales, preguntándose por la eficacia del nuevo sistema. Su marido, como casi siempre, guardaba silencio. Al despedirnos, sin embargo, noté en ambos una actitud expectante, atenta, como la que produce el interés de lo novedoso. Y también cierta esperanza.

Me alejé de ellos mirando el mar, que se había calmado en la oscuridad, y pensé en las instituciones. Me había tocado presenciar algo muy civilizado.