El Mercurio, 22/4/2011
Opinión

El menú obligatorio

David Gallagher.

Hoy, Viernes Santo, cientos de millones de católicos no comerán carne. Hay algunos que no la comen nunca un viernes, aunque ya no sea pecado, y otros más que se someten a fuertes ayunos en Cuaresma, aunque tampoco sean obligatorios. Son sacrificios menores al lado de los que se imponen los coptos en Egipto: ayunan 210 días al año. En religiones no cristianas hay también tajantes prohibiciones y abstinencias alimenticias. Hay carnes prohibidas: el cerdo en el caso de los judíos y los musulmanes, y la carne vacuna en el caso de los hindúes. Los judíos ortodoxos tienen vedados, también, aquellos animales acuáticos que no disponen de aletas o escamas, por lo que no comen mariscos.

¿Por qué estas prohibiciones? Hay razones sagradas. La abstinencia ayuda a reparar y, eventualmente, a redimir el pecado; además evoca y procura emular el sacrificio de Jesucristo en la Cruz. Para los coptos, atenúa la carnalidad a que nos condenaron cuando nos expulsaron del paraíso. Al renunciar a algunas prácticas carnales, como la de comer, los coptos en algo superan esa carnalidad y, por tanto, algo recuperan del paraíso perdido. Hay también razones prácticas para las prohibiciones, por lo menos en su origen. En el Medio Oriente, el cerdo, debido al calor y a la falta de agua, era visto como demasiado propenso a enfermedades peligrosas. En la India, la vaca viva se constituyó en un valioso recurso económico, por su leche y por el uso, desde tiempos inmemoriales, de su excremento como material de construcción y como combustible. Un escéptico agregaría que prohibir ciertos alimentos tiene otra razón práctica: la de fortalecer el poder terrenal de los sacerdotes, porque al imponerles disciplinas a los fieles, los mantienen a raya. Otro efecto valioso: el de robustecer el temple de la gente. Los pueblos que no conocen el sacrificio caen en la decadencia.

Hay sociedades que no comen ciertos animales por razones más sociales que religiosas. Ocurre a menudo cuando el animal cumple otras funciones: por ejemplo, cuando oficia de mascota o de medio de transporte, como el perro, el gato o el caballo. En estos casos, los países en que los comen son minoritarios. Como Corea, donde hay gente que come perros, o China, donde hay quienes comen gatos. Probablemente, en esos dos países los perros y los gatos no son vistos por quienes los comen como mascotas, lo que les permite disfrutarlos sin culpa. Pero también hay etnias en que el uso doméstico de un animal no parece inhibir el apetito: es el caso de los franceses, cuya antigua cultura ecuestre no les impide disfrutar de la carne equina.

Alimentos prohibidos o evitados, por razones religiosas o sociales: la práctica es tan antigua como la humanidad. Lo que es más nuevo es que el Estado los prohíba. Sí hay gente que lo veía venir. Un gran amigo, el historiador Ezequiel Gallo, me decía hacia 1970, en Oxford, que si bien tarde o temprano se aceptaría en casi todo el mundo la libertad económica, los liberales íbamos a tener que enfrentar todo tipo de prohibición nueva. Lo que más temía era lo que él llamaba «el menú obligatorio». Algún día, según él, habría gente que iba a querer que el Estado dicte lo que podemos comer.

Me he acordado de Ezequiel con la «Ley del Superocho». Está bien que el consumidor esté informado, y que los alimentos estén adecuadamente rotulados. Pero me pregunto si conviene prohibir su venta en algún lugar, aun cuando sea para prevenir la obesidad y la adicción. Intuyo que los países que menos obesos y menos adictos tienen son aquellos, como los mediterráneos de Europa, en que la gente come o toma un poco de todo, sin caer en culpas neuróticas, sin estar a cada rato midiendo calorías o fracciones de grasa.