Un amigo suizo me ha mandado un cuadro con una curva que traza los ciclos bursátiles a través del tiempo. Pero en la curva no hay un solo número. Sólo la evolución de las emociones que acompañan o provocan los vaivenes del mercado. Al subir las acciones, la curva pasa por el optimismo, la felicidad, la excitación (cuando el inversionista se dice «me pasé de inteligente»), hasta llegar a la euforia, el momento en que cabe vender. Después, al descender, la curva pasa por la angustia, la negación («éste es un revés temporal: soy un inversionista de largo plazo»), el temor, la desesperación («cómo pude haberme equivocado tanto»), el pánico y la capitulación («estos mercados no son para mí»), hasta desembocar en la desesperanza. Desde luego, ése es el momento para comprar.
Sería agradable saber dónde estamos en esa curva ahora. Lamentablemente, como tanta cosa buena, los puntos altos y bajos de los ciclos bursátiles no son encontrados por quienes los buscan. En todo caso, es casi más fácil que los encuentre hoy un psicólogo o un sociólogo que un analista financiero, porque en este momento lo que más pesa en los mercados es la emoción colectiva.
El efecto de las emociones en el precio de los activos ha sido reconocido largamente por los economistas, aunque no quepa fácilmente en sus modelos de riesgo. Éstos más bien suponen que las decisiones de los inversionistas son racionales, y que los mercados son eficientes. A la larga lo serán, pero en el corto plazo la emoción nos lleva a sobrerreacciones violentas, que hacen mucho daño.
En 1927, dos años antes del comienzo de la Gran Depresión, el economista inglés A. C. Pigou comentaba que las fluctuaciones económicas eran a menudo atribuibles a «variaciones en el estado de ánimo de aquellos que controlan la industria, que redundan en errores de exceso de optimismo o de pesimismo en sus planes de negocio». John Maynard Keynes, amigo y adversario de Pigou, además de ser colega suyo en King’s College, Cambridge, escribía, seis años más tarde, de los «espíritus animales» que a veces determinan las decisiones de inversión.
Los analistas financieros son lentos en reconocer el efecto de las emociones en los mercados, porque les cuesta abandonar su fe en las expectativas racionales. Por eso, aun en períodos de franca burbuja, inventan conceptos para explicarla: un «cambio estructural», que justifica que los activos lleguen a precios jamás vistos; un «súper ciclo», producto de una «nueva economía». Después, cuando los valores se desploman, estas racionalizaciones dan lugar a nuevas teorías, que explican por qué el boom era insostenible.
Hoy día, los mercados están sumidos en una aguda depresión anímica. ¿Por qué? No hay una explicación puramente racional. ¿A qué más se debe, entonces? Por un lado, muchos inversionistas, tras 25 años de relativo bienestar, no se acordaban de lo que era una crisis, y sobrerreaccionaron por eso. El pánico también fue agudizado por la velocidad y la simultaneidad de las comunicaciones actuales. El temor es, además, una emoción corrosiva y contagiosa, sobre todo cuando cunde después de un período de euforia.
¿Cómo se restaura la confianza habiendo un pesimismo colectivo tan profundo? No hay una respuesta clara: la psicología de los mercados es muy compleja. Pero tarde o temprano los espíritus animales se sobreponen a la desesperanza. Se sobreponen por una confluencia de razones, tanto racionales como emocionales, entre las cuales hay una no menor: los seis mil 770 millones de personas que hay en el mundo tienen, casi todas, ganas de salir adelante.