La caída del Muro de Berlín prefiguró el fin de aquel comunismo europeo que había sido impuesto por el Ejército Rojo. Tenía cómplices activos y pasivos en cada país, pero su poder se basaba en la amenaza de que el temido ejército podía reaparecer, como en Budapest en 1956 y en Praga en 1968. Distinto es el caso del comunismo originario, el de los rusos, porque son ellos mismos los que se lo autoimponen en 1917. El deceso definitivo de ese sacrificado comunismo solo ocurre en 1991-1992. Si es que fue un deceso, ya que las ideas que lo inspiraron siguen dando sus vueltas por el mundo.
Son ideas que a muchos que éramos jóvenes en los años sesenta nos parecían interesantes. Habrá sido que a esa edad nos creíamos muy buenos, pero sonaba plausible la noción de que las maldades humanas eran producto nada más que de un sistema capitalista explotador, y de que bastaba con eliminarlo para que floreciera la bondad natural del hombre, y naciera el llamado «hombre nuevo». Este iba a ser un ciudadano tan solidario, austero y trabajador, que el Estado mismo se iba a poder nada menos que extinguir. Los métodos necesarios para llegar a ese feliz desenlace -una dura revolución y, después, la dictadura del proletariado- eran menos atractivos, porque suponían actos violentos, y más bien el fortalecimiento del Estado, pero algunos pensaban que se justificaban por lo fuertes que eran los explotadores, y porque la dictadura iba a ser corta.
En 1964, las ganas de entender estas ideas mejor me llevaron, con un grupo de amigos de Oxford, a pasar un trimestre en la Universidad de Moscú. Conocimos a algunos «hombres nuevos» allí. Rusos simples, de gustos parcos, que nos hacían sentir vergüenza por contar con tantos bienes materiales innecesarios. También «mujeres nuevas». Rusas algo robustas pero sanas y naturales, que al reírse desnudaban, con conmovedora ingenuidad, sus severos defectos dentales. El hechizo de estas «personas nuevas» solo se rompía a veces, cuando nos pedían algún disco de los Beatles, o unos jeans , o por último un lápiz Bic.
Pero el hechizo fue roto en forma definitiva por un estudiante italiano que era miembro del PC de su país y que se jactaba de sus contactos en Moscú. «Ustedes en Oxford son ingenuos», nos dijo, y para comprobarlo nos llevó a una fiesta. Cumplía dieciocho años la hija de un general de la KGB. En un departamento fastuoso, con música de los Beatles y los Stones a todo dar, bailaban rusas vestidas a la última moda; rusas tan poco ingenuas como las que hoy visitan St. Tropez.
La desilusión, cuando se da, a veces no tiene freno. Nos impresionó esta desigualdad tan abismal, a la vez que secreta. Empezamos a preguntarnos por qué la dictadura del proletariado llevaba ya 47 años, sin señal alguna de la extinción del Estado. ¿Sería que la naturaleza humana era más compleja que la requerida para el surgimiento de un «hombre nuevo»? Les descubrimos escandalosas mentiras a los profesores; y nos irritaba no poder salir de Moscú sin un permiso que nunca llegaba. No era la sociedad despiadada de Stalin, quien eliminó a 15 millones de rusos, pero sí una en que los ciudadanos eran tratados como niños. Una, además, de desempeño mediocre, como se demostró cuando, con la caída del comunismo, se descubrió que ese PIB soviético que iba a superar al de los Estados Unidos era en realidad una quimera.
Pero el fantasma del «hombre nuevo» vuelve de vez en cuando, incluso a Chile. Será porque para un joven es más atractivo un sistema basado en la bondad del hombre, que uno -como la democracia liberal y la economía de mercado- basado en su potencial maldad. Será un caso más de lo que Samuel Johnson llamaba el triunfo de la esperanza sobre la experiencia.