El Mercurio, 20 de enero de 2017
Opinión

El otro lado

David Gallagher.

Hace bien exponerse a miradas distintas. Lo pensaba el fin de semana pasado, mientras contemplaba las cumbres nevadas del Tronador desde las orillas del lago Moreno, cerca de Bariloche.

Nos habían invitado a pasar el fin de semana allí, y estábamos en ese estado de alegre animación que se da cuando uno hace una breve visita a algún lugar especial del extranjero y la comparte con amigos entrañables. Qué bueno ver con otra mirada, desde el otro lado, para remecer los prejuicios, pensaba, mientras admiraba un paisaje que nos es vecino pero que no vemos nunca porque la cordillera lo esconde. Qué otras cosas habrá que tenemos cerca y no vemos, pensé.

La sensación de estar en otro mundo estando tan cerca de Chile no es causada solamente por la enormidad de las montañas. Hay formidables obstáculos logísticos que dividen nuestros dos países, y cuando nos invitaron nuestros amigos, descubrimos que no era tan fácil ir así no más a visitarlos por un tiempo breve. Pensamos en alternativas terrestres. Por ejemplo en arrendar un auto en Puerto Montt para de allí cruzar la frontera. Lo descartamos por las horas de cola que hay en la frontera, prohibitivas para quien quiere cruzarla por solo un fin de semana. Entre la PDI, el SAG y la Aduana (con o sin huelga), y sus contrapartes en Argentina, tienen a nuestros cruces de frontera terrestres convertidos en desafíos épicos. En cuanto a vías aéreas, al comienzo suponíamos que habría vuelos directos de Santiago a Bariloche, o en su defecto, uno de Puerto Montt. Nada que ver. Para volar a Bariloche, como para volar a Salta en el norte, hay que cambiar avión nada menos que en Buenos Aires. Es lo que hicimos, demorándonos seis horas de ida y ocho de vuelta.

Tal vez deberíamos agradecer estas dificultades, llegué a pensar, porque de otra forma, no tendríamos esa sensación tan estimulante y relajante de estar en el lado argentino como en otro planeta. Porque la complicación surrealista de los trámites fronterizos y de los vuelos hace que el acceso a ese otro lado adquiera una inspiradora dimensión metafísica. A las orillas del lago Moreno, me sentí por un rato como Octavio Paz cuando en su poesía accede una y otra vez a un «otro lado» de plenitud extática, un «otro lado» del tiempo y del espacio en que asoma un paraíso perdido, o la misma eternidad.

Fantasías aparte, uno sí se topa en el lado argentino con sutiles diferencias de percepción que lo dejan a uno pensativo. Por ejemplo la palabra «inmigración» tiene, en ese lado, una connotación levemente distinta a la que tiene en Chile: allá, sobre todo en el sur, piensan, entre otros, en los más de 200 mil chilenos que viven en Argentina. Hay otras importaciones nuestras que en el sur argentino toman con filosofía, pero sin resistir mencionárnoslas de vez en cuando. Como los enormes camiones chilenos que usan las rutas argentinas para llegar de un lado de Chile a otro, y que según nos dicen depredan los caminos con su peso desorbitado, además de crear infinitos tacos. O la ceniza que les llegó del Puyehue en 2011. Todavía hablan de los años que les demoró limpiarla. Hasta a los coliguachos les dicen «chilenas», porque creen se los mandamos de Chile, como la ceniza.

La sensación de haber viajado muy lejos, de estar en otro mundo, cuando uno está a solo unos pocos kilómetros de Chile, es grata. Emociona, abre la mente, estimula. Pero no significa que no corresponda luchar para que las barreras burocráticas caigan, y para que las físicas se alivianen. Felizmente hay buenos proyectos en vista: túneles, pasos mejorados, parques binacionales. Y tal vez algún día se abran nuevas rutas aéreas, y se simplifique la burocracia fronteriza.

Lo seguro es que los dos países son mucho más juntos que separados.