El Mercurio, 24/9/2010
Opinión

El Papa en Gran Bretaña

David Gallagher.

La visita que hizo recién el Papa a Gran Bretaña me dejó pensativo. Por la difícil relación histórica que ha tenido el catolicismo con ese país. También por lo que me significó ser educado en un colegio benedictino inglés, tras salir de Chile a los 12 años. Rápido aprendí lo que en Chile sabe cualquier protestante o judío. Aprendí lo que es adherir a una religión minoritaria.

La visita del Papa fue muy criticada, antes de que llegara. Después fue un exitazo. La crítica se debió en parte a un escepticismo latente hacia la Iglesia Católica que hay en una nación que se consolidó como tal con la Reforma. Pero también fue exacerbada por el tema de la pedofilia: para algunos, el Papa presidía una institución que ha atentado contra los derechos humanos de los niños. Sin embargo el Papa en persona resultó ser menos terrible de lo que sus detractores creían. Además hizo un contundente mea culpa. En cierta medida logró conquistar al díscolo país de protestantes y agnósticos que visitaba.

En el colegio nos enseñaban a enfrentar los ataques que íbamos a recibir, en las vacaciones, de nuestros amigos protestantes. Por ejemplo, según los monjes, nos iban a decir que el sacramento de la confesión conducía a la inmoralidad. «Ustedes los católicos no tienen incentivos para ser morales cuando todo se les perdona», nos iban a afirmar. «Además, les enseñan, no a ejercer discernimiento individual, ni siquiera a ser honestos o misericordiosos, sino a acatar reglas: a oír misa todos los domingos, a no comer carne los viernes». Pensándolo ahora, es posible que en esa época no nos diéramos cuenta que no comer carne los viernes y no robar eran prohibiciones que emanaban de planos éticos distintos: de hecho la primera ha sido levantada, mientras que la última nunca lo será. Así que los monjes tenían razón en temer que los ataques protestantes nos podrían confundir.

«Cuando lleguen a la universidad se van a enfrentar, también, a ateos», nos advertía uno de ellos. «Esos se van a reír de ustedes por creer en la vida eterna. Además les van a decir que todos los cristianos son amorales, porque hacen el bien sólo para ser recompensados en el paraíso: son incapaces de un acto moral desinteresado». Esa advertencia nos parecía exagerada. Había un profesor de ciencia que nos enseñaba que nuestro cerebro estaba programado para cometer actos altruistas, porque invitan a la reciprocidad: o sea, nos convienen. Que alguien, por interés propio, sea de aquí y ahora, o de vida eterna, sea llevado por una mano invisible a cometer un acto altruista, no nos parecía tan chocante, entonces. Además dudábamos de que nuestros futuros enemigos ateos fueran tan puristas en su moralidad. Después de todo, otros monjes nos aseveraban que el ateo no tenía cómo distinguir entre el bien y el mal.

En realidad, lo que más nos sorprendía, en estas clases en que nos preparaban para el mundo ancho y ajeno de las vacaciones, era que hubiera gente tan convencida de ideas tan distintas a las nuestras. ¿No era la nuestra la única iglesia verdadera? ¿Cómo es posible, nos preguntábamos, que afuera haya gente tan resistente a la verdad? ¿O será que hay distintas aproximaciones a ella, y que lo que piensan otros tiene, también, algún grado de validez?

Estas últimas preguntas que nos hacíamos están en la esencia de lo que es ser educado en una minoría religiosa. Son, creo yo, preguntas sanas, que nos enseñan a reflexionar y a ser tolerantes. Son preguntas que hacen que algunos pierdan la fe, claro, pero contribuyen a que otros la conserven con inmensa fuerza, aquella con que, en estos días, millares de ingleses y escoceses vitoreaban al Papa en Glasgow o en Londres.

En cierta medida, el Papa logró conquistar al díscolo país de protestantes y agnósticos que visitaba.