El Mercurio, viernes 23 de Noviembre de 2007.
Opinión

El pecado del lucro

David Gallagher.

Hace poco estuve con un amigo que, junto a sus hermanos, maneja una de esas talentosas empresas italianas que diseñan ropa y artículos para la casa; empresas que definen las modas en el mundo. Me dijo algo sorprendente. Me dijo que hace tiempo reclutan a los diseñadores en escuelas inglesas, como St. Martins, más que en las italianas. «Los estudiantes que salen de las italianas son inútiles, porque no tienen habilidades prácticas». «¿Cómo es posible?», le pregunto. «Muy simple», me contesta. «Debido a leyes laborales intervencionistas de los años 70, no se atreven a enseñarles a fabricar nada a los estudiantes. Porque si llega un inspector y ven a un joven frente a un telar, las acusan de explotarlo, y de exponerlo a un accidente».

Yo pensaba que la capacidad de diseño de los italianos era genética. ¿No es Italia el país de Miguel Ángel y de Leonardo? ¿Los italianos no tienen el diseño en la sangre? No necesariamente, al parecer. Una mala ley puede fulminar las más lucidas aptitudes en un país, tal como una buena ley puede revelar aptitudes desconocidas. Los atributos nacionales no siempre son innatos.

Me acordé de mi amigo italiano cuando el Gobierno y la oposición finalmente acordaron que puede haber lucro en la educación. ¿Por qué fue tan difícil el acuerdo?, me pregunté. Mi primer instinto fue pensar en nuestra herencia española. Tenemos el complejo del hidalgo castellano, me dije: complejo que nos hace creer que hacer negocios es innoble. Complejo de hidalgo harapiento, que busca compensar la envidia que siente por el rico. Pero después recapacité. En la Inglaterra pre-thatcheriana, el lucro era aborrecido. Había un culto a la pobreza digna, único consuelo posible en un país en que el impuesto marginal bordeaba el 100 por ciento. El repudio al lucro no es, entonces, privativo de los españoles. Sobre todo que ya casi nadie en España lo alberga. La prueba está en la monumental creación de riqueza que se ha visto en ese país. Por otro lado, ¿quién en Chile cree que el lucro es vil? Algunos profesores. Algunos pingüinos, por la influencia de los profesores. Muchos políticos de la Concertación. Pero una mayoría de chilenos ya no piensa como el desdeñoso hidalgo del siglo XVII. En Chile no estamos condenados a oponernos a la economía de mercado. Lo que sí nos falta es estar más convencidos.

El repudio al lucro se esfumó en Inglaterra con Thatcher, debido a sus leyes liberalizadoras, y debido también a algo más. En Chile nos faltó ese algo más. ¿Qué es? Es cambiar las leyes con ganas, a partir de convicciones profundas. Tanto el gobierno militar como la Concertación hicieron las reformas liberalizadoras con un tono de disculpa, como si creyeran que, a lo más, el chileno sería capaz de entender que eran un mal necesario. Medidas que debían haber sido una fuente de alegría, fueron ejecutadas con bajo perfil, en forma solapada casi, como quien deslizara un remedio en la sopa de un niño.

Por algo es que todavía tenemos tantos tabús que frenan nuestro desarrollo: empresas mineras estatales, profesores y empleados públicos inamovibles, un sistema tributario que sólo los contadores entienden. El estadista que algún día enfrente estos tabús, y los intereses minoritarios que los sustentan, le dará un gran regalo a una mayoría de chilenos, por la inmensa riqueza que liberará. Pero nadie se atreverá a hacerlo mientras crea que las reformas que se necesitan son un mal necesario, una pesada quimioterapia que hay que darle al paciente, ojalá a escondidas; mientras no las piense y explique como liberadoras y justas.