No sólo por la economía se destruye un país. Otras formas de hacerlo son rápidamente descubiertas por gobiernos cuyo interés principal es perpetuarse a toda costa en el poder.
En «Mundo y fin de mundo», Joaquín Fermandois traza con maestría las complejas interacciones que ha habido entre Chile y el resto del mundo en los últimos 100 años. Él demuestra que, en el campo de las ideas, hemos estado globalizados desde por lo menos la Revolución Francesa. La política chilena ha sido, por tanto, el inevitable reflejo de grandes tendencias internacionales, con o sin desfases en el tiempo.
La Guerra Fría, cuyas dicotomías encarnamos en Chile con tanta pasión, ya parece lejana. ¿Cuáles son los fenómenos mundiales que más nos podrían contagiar en el futuro? Me hago la pregunta viajando por España e Italia. Parece difícil contestarla: hace tiempo que no ha sido tan confusa y menos alentadora la política de esos dos países.
En España, han desaparecido las grandes diferencias de política económica que había entre izquierdas y derechas. Pero no sólo por la economía se destruye un país. Otras formas de hacerlo son rápidamente descubiertas por gobiernos cuyo interés principal no es el bien común, sino el de perpetuarse a toda costa en el poder. Es lo que parece pretender el de Rodríguez Zapatero.
Éste ha abierto dos grandes flancos cuyo potencial destructivo es infinito: el del pasado, con su guerra civil, su larga dictadura y su exitosa transición, y el de los nacionalismos (valga la contradicción) regionales. El resultado es que la próspera y exitosa España está terriblemente crispada.
Me podrían objetar que el regionalismo no es un fenómeno nuevo en España, y que, al darle «independencia» a Cataluña o Galicia, el gobierno no busca desintegrar el país, sino encontrar un camino para llegar a una paz duradera con los nacionalistas vascos. Al satisfacer demandas independentistas catalanas y gallegas, se estaría evitando dar la impresión de favorecer sólo a los vascos, como consecuencia del chantaje de la ETA. Pero, en ese caso, el precio pagado para apaciguar a los terroristas es demencial. Porque la demanda por independencia en Cataluña o Galicia apenas existe: es más bien una aspiración de las elites nacionalistas. Lo comprueba el hecho de que en el plebiscito que hubo sobre el tema el domingo pasado en Cataluña, más de la mitad del electorado se abstuvo de votar.
¿Por qué, entonces, Rodríguez Zapatero se lanza a una aventura tan riesgosa? Porque le conviene una alianza con los partidos nacionalistas de cada región. En coalición con éstos, el PSOE es imbatible, y logra su verdadero objetivo: perpetuarse en el poder, destruyendo de paso al Partido Popular. El PSOE parece querer volver a la lógica de conflicto total que había en la Guerra Civil -de allí el afán de abrir las heridas del pasado, el otro flanco en que se mueve Rodríguez Zapatero-. Éste ha roto la ilusión de que en España se había consolidado una izquierda racional y sensata.
En Italia, el nuevo gobierno de izquierda, con su profusión de ministros comunistas y ex comunistas, parece estar en la misma lógica de guerra total: de guerra librada con las armas preferidas de la clase política italiana, las judiciales. El mediocre pretendiente al trono, Víctor Manuel, acaba de ser detenido. Los cargos contra él son notoriamente débiles. Su principal ofensa es su cercanía al gobierno de Berlusconi. En los próximos meses es dable esperar una procesión de políticos de oposición en los tribunales.
¿Qué relevancia tiene para nosotros este panorama confuso? Tal vez sea prematuro saberlo -en España e Italia todavía no se ve bien el bosque entre los árboles-. Pero no hay duda de que no somos inmunes a su mal principal: la lucha por el poder porque sí.