Sebastián Piñera triunfó hace un año por muchas razones. Porque la Concertación estaba desgastada. Porque a la gente le gusta la alternancia. Porque se veía a Piñera como un hombre inteligente y pujante, que haría un excelente gobierno.
En mi caso pesaban dos razones adicionales. Primero, que Piñera encarnara una derecha distinta, más liberal que la de antaño: para qué no decirlo, una nueva derecha, de gusto universal. Segundo, que Piñera fuera capaz de enmendar el rumbo de un país que estaba a la deriva: crecía demasiado el gasto público, bajaba la productividad de factores, y se instalaba una cultura de derechos sin responsabilidades, por lo que crecían las expectativas de la gente mientras que se debilitaba la capacidad de la economía para satisfacerlas en el largo plazo.
El desempeño del Gobierno en su primer año ha sido bueno en casi todos estos frentes. Yo aprecio en especial la instalación de esa nueva derecha, gracias a la cual la Concertación perdió su ascendencia sobre el electorado. Pero hay un aspecto en que siento que el Gobierno está en deuda. No le ha dado suficiente prioridad, sea en su retórica o en la práctica, a las medidas que el país necesita para crear más riqueza. Es como si estuviera todavía hipnotizado por la cultura asistencialista de la era Bachelet.
Es cierto que hemos retomado, por el momento, un ritmo de crecimiento boyante, como lo demostró el Imacec de enero. Pero cabe preguntarse si éste se debe a aumentos de productividad, o simplemente al viento de cola que nos ha brindado la recuperación mundial. ¿El crecimiento actual de Chile se debe, en fin de cuentas, a nuestros propios méritos, o a que los chinos estén trabajando para nosotros, pagando una fortuna por nuestro cobre, y permitiendo que nos asignemos los posnatales e ingresos éticos familiares que se nos antojen?
Alguien podría objetar que la nueva derecha que yo celebro tiene que ver justamente con el sano compromiso que ha asumido con el gasto social. De acuerdo, pero hay que complementarlo con medidas que apunten también al crecimiento. Algo se está haciendo en educación, donde un ministro presidenciable ha jugado su capital político en pro de reformas, que si bien son tímidas, van en la dirección correcta. Pero cabe que lo emulen los ministros, también presidenciables, de Energía y Trabajo. Que ellos también arriesguen su popularidad. Al país le urge una política energética coherente, que, tras un año, todavía no se vislumbra, y le urge más flexibilidad laboral, sobre todo ahora que las rigideces del posnatal le imponen nuevos obstáculos a la empleabilidad femenina. No hay forma más eficaz de darle un fuerte impulso al crecimiento, y al bienestar de los hogares, que incorporando más mujeres a la fuerza laboral.
A fines de 2010, el Presidente dejó en claro que este año quería hacer reformas de alto impacto. Allá él si ha querido comenzar marzo con una de índole asistencialista como el posnatal. Lo que cabe ahora es que nos sorprenda, con igual pasión mediática, con políticas que apunten a la productividad, y de paso, por cierto, a la moderación del abultado gasto público. Quizás lo ayuden, cuando le toque explicarlas, algunos nubarrones que se ven: la fatal combinación de inflación con dólar bajo, la impredecible crisis del Medio Oriente, las señales de burbuja en los mercados emergentes, y los indicios de que hasta los chinos podrían tener problemas. Allí sí, ¿qué haríamos?
Los votantes no sólo esperan dádivas del Estado. Saben que, para que éstas existan, hay primero que crear riqueza, y que para hacerlo, hay a veces que tomar decisiones difíciles. Cuando un gobernante las toma, inspira respeto y, a la larga, se vuelve popular.