El Mercurio, viernes 25 de junio de 2004.
Opinión

El regreso del albatros

David Gallagher.

El albatros será siempre fiel. Fiel, pero no complaciente: cada año compartirá con su pareja el mismo rito de amor, con el fin de seducirla de nuevo.

Para algunos marineros, es mala suerte matar al albatros que acompaña a la nave en alta mar. El Anciano Marinero del poema de Coleridge comete ese sacrilegio con su arco y flecha y, como castigo, los espíritus hacen que la nave se quede perdida en el océano, sin viento que la mueva. Los otros marineros lo obligan a portar el pájaro muerto como soga, o cruz, en el cuello.

En el poema de Baudelaire, es el albatros el que sufre. Los marineros lo cazan para divertirse. En las tablas de la cubierta, el albatros, herido y humillado, se ve absurdo. Ya no es el «rey del azul» o «príncipe de las nubes». Los marineros, muertos de risa, imitan como renguea. Para Baudelaire, el poeta es como el albatros. Cuando vuela, se mofa de las tempestades y de los cazadores, pero cuando está exiliado en la tierra, éstos se mofan de él, porque «sus alas de gigante le impiden caminar».

Me acordé de Coleridge y de Baudelaire en la isla Española, en las Galápagos. En la isla anidan miles de albatros. Pero allí los hombres que llegan son pacíficos y respetuosos: no dañan a los pájaros, no se mofan de ellos. Por eso, los albatros en Española pueden demostrar que no sólo las nubes les sirven para ser poetas. También son poetas cuando residen en la tierra. Por eso, los albatros en Española, sin inmutarse, sin hacerse cargo de que hay humanos mirándolos, dan, a un mero paso de uno, un espectáculo frente al cual nadie se atrevería a reírse. Se trata de su rito de cortejo. Presenciarlo es un raro privilegio, como presenciar un rito arcano, de una secta exótica; como descubrir un secreto que nadie conoce, pero que, de alguna manera, justifica el universo.

Los albatros, para cortejar, se acercan el uno al otro con un caminar exagerado que reservan para esta ocasión, y que involucra mover la cabeza de lado a lado, al lento ritmo con que mueven las patas. Cuando ya están frente a frente, se hacen profundas reverencias, a la derecha y a la izquierda, ceremoniosas reverencias perfectamente sincronizadas entre los dos. De allí proceden a librar, con sus grandes picos amarillos, una agitada pelea de espadas. El roce de los picos produce un ruido como de cascabeles. De vez en cuando, hacen un alto: ambos alzan la cabeza, y estirando al máximo su cuello blanco, apuntan con el pico hacia el cielo, emitiendo un silbido largo y sonoro, como de agradecimiento a los dioses. Enseguida se miran de nuevo, vuelven a hacerse reverencias, y empieza otra vez el ruidoso choque de espadas.

No sé cuántas veces se repite el ciclo, y no sé si siempre se repite en la misma secuencia. Sólo en una ocasión el azar me deparó un desenlace. Después de un largo choque de picos, el macho se montó sobre la hembra. Su excitada estadía allí culminó con un extático abrir de alas. Por debajo, la hembra aguantaba sin mover una pluma.

El albatros que nace en Española se queda por casi un año, y de allí sale a volar en alta mar, por unos cinco años, antes de volver a la isla a buscar pareja. Una vez que la encuentra, regresa todos los años a juntarse con ella: a juntarse siempre con la misma, ya que en los largos años que le tocará vivir, el albatros será siempre fiel. Fiel, pero no complaciente: cada año compartirá con su pareja el mismo rito de amor, con el fin de seducirla de nuevo.

Como Baudelaire, yo admiro al albatros que vuela soberbio en alta mar: el «rey del azul». Pero también admiro al que vuelve todos los años a una misma isla, a compartir con su pareja los ritos que han compartido los albatros siempre. Su aventura de volar, de navegar, de vagar por el mundo, sería fatua si no lo estuviera esperando la arena de su Ítaca.