Escribo desde Londres en uno de esos días espléndidamente soleados que se dan en esta época, días generosamente largos en que el sol parece que no se va a poner nunca, pero estoy consciente de que en este país la lluvia está siempre a la vuelta de la esquina. Como esa que dicen cayó hace 60 años, el 2 de junio de 1953, cuando fue coronada Isabel II. Dicen que llovió a cántaros todo el día, pero que las turbas no se inmutaron, porque tras cinco años de guerra y ocho adicionales de racionamiento, la juventud de la nueva reina les daba a todos un golpe de esperanza.
Inglaterra tuvo un primer reinado isabelino entre 1558 y 1603. Fue la época en que se consolidó la reforma protestante, y el estatus del país como gran potencia europea, tras la derrota de la Invencible Armada en 1588. Fue la época en que Shakespeare escribió esas obras que todos los británicos conocen de una forma u otra, y que les permiten compartir referentes que expresan todos los avatares del alma humana.
Algunos podrían pensar que esta segunda era isabelina no podría ser sino una sombra de la primera. Pero los 60 años de Isabel II han sido muy exitosos. Lo han sido en parte por sus virtudes personales, su profundo sentido del deber. Antes de su coronación, les pidió a los británicos, «cualquiera que fuera su religión», que rezaran por ella, para que tuviera «la sabiduría y la fortaleza para cumplir con las solemnes promesas de la Coronación», y para servir a su gente «por toda la vida». Lugares comunes, se podría decir, y lo diríamos en el caso de un político o una política, pero en estos 60 años, ha demostrado que el deber y el servicio son para ella objetivos intransables. Y eso le ha ayudado a mantener unida a la gente en un período en que Gran Bretaña acogió a millones de inmigrantes de las antiguas colonias, convirtiéndose por primera vez en un país multiétnico, en que conviven todas las razas y todas las religiones.
Conviven mal, diría más de alguien, apuntando a la brutal matanza de un soldado la semana pasada: sus dos asesinos, que le propinaron decenas de cuchillazos y llegaron hasta a intentar cortarle la cabeza, esperaron tranquilos la llegada de la policía, mientras declamaban vengativos improperios islamistas. Pero hay un millón de musulmanes solo en Londres, y en su gran mayoría son perfectamente pacíficos: hechos de este tipo son muy aislados.
Con todo, qué importante, para que no prosperen fanáticos de ese tipo, que haya en un país instituciones transversales como lo es la monarquía británica. Instituciones capaces de tender puentes entre toda la gente de buena fe, sea la que sea su ideología, porque su mirada es hacia el país en su conjunto; instituciones que por eso logran que queden aislados y contenidos los fanáticos. Nada más notable, en el caso de Isabel II, que, justamente, su rigurosa transversalidad. Le han tocado 12 primeros ministros, de los cuales ocho conservadores y cuatro laboristas. Nunca mostró alguna preferencia por uno de ellos o por algún partido, aun cuando las diferencias ideológicas eran enormes en el país, como en los años 70. Esa transversalidad, conjugada con el sentido de deber, ha ayudado a que convivan gentes de diferentes ideologías, partidos, etnias, religiones, inclinaciones sexuales y clases sociales.
Cuesta mucho tiempo para que una institución acumule prestigio, y poco para que lo pierda. La familia real británica no ha perdido nunca su prestigio, a pesar de los desmanes de algunos de los suyos, gracias a que su jefa ha sido siempre de una sola pieza. Es así que ella ha podido seguir reinando no solo en el Reino Unido, sino también, insólitamente, en países tan distantes como Australia, Canadá o Nueva Zelanda.